"El que recibe a dar se obliga" (la economía moral del don como sistema productor de una comunidad para vivir)

Antonio Montesino González

INTRODUCCIÓN

En este trabajo pretendo hacer algunas reflexiones acerca de los significados del don y el contradón en las comunidades rurales tradicionales. Para ello estableceré las conexiones existentes entre la lógica del don y el contradón y lo que en otro lugar he denominado la "lógica social del complejo doméstico-comunitario" y su correspondiente "subsistema simbólico-ideacional'' (Montesino, 1995a), sobre los cuales, a mi juicio, se asentaban las formas locales de explotación y sus fundamentos productivos y reproductivos, así como los vínculos morales y sociales de las personas y los grupos domésticos que conformaban el tejido comunitario de las comunidades rurales de la Cantabria tradicional y, por consiguiente, también del ámbito campurriano, durante la primera mitad del pasado siglo, período en el que los vestigios del viejo orden tradicional existentes en el nivel microsocial aún coexistían con los cambios macrosociales que se estaban produciendo en los espacios agrarios como consecuencia de los procesos de modernización e inserción (subsundón formal y real) de la agricultura tradicional en el nuevo modelo capitalista de desarrollo agrícola.
Para ello centraré mi atención en el estudio de las donaciones que tenían lugar en el contexto de un antiguo dispositivo ritual (Auge, 1995) enmarcado en las rondas invernales de mocedad conocidas con el nombre de las marzas, vigentes en su forma "tradicional" hasta los años 50 del siglo XX, sobremanera en aquellas comunidades rurales cántabras, como las de Campoo, que en esas fechas todavía conservaban ciertas instituciones y estilos de vida tradicionales, lo que en modo alguno significa que dichas comunidades no estuvieran ya experimentando profundos cambios en sus estructuras agrarias. Recordemos que muchos de los miembros de las unidades familiares campesinas de los valles de Campoo, debido a la práctica de una agricultura insuficiente, eran individuos pluriactivos (primero bajo la modalidad de tiempo parcial "pre-industrial" y después bajo la de tiempo parcial "industrial", característica de los denominados "obreros mixtos") que, entre finales del siglo XIX y el primer tercio las primeras décadas del XX, se hallaban sometidos a un continuo proceso de inserción y disciplinamiento laboral en los nuevos ámbitos fabriles y productivos originados por la progresiva industrialización capitalista que se estaba operando en la zona (minería, construcción naval, etc.).
 

ALGUNAS NOTAS ETNOGRÁFICAS SOBRE LAS MARZAS

El término marzas (Montesino, 1992) hace alusión, entre otros múltiples aspectos, a un tipo de canciones petitorias que era costumbre realizar recorriendo las casas del vecindario, principalmente durante los últimos días de febrero o los primeros de marzo. Los espacios rituales en los que tenían lugar las dramatizadones de las cuadrillas de mareantes, abarcaban un continnum de ámbitos que, desde los espacios privados a los públicos, comprendían las casas, calles y zonas liminales de los territorios intra e intercomunitarios, estos últimos recorridos por grupos itinerantes de marceros que "andaban" los diferentes núcleos poblacionales de un valle o de diversos valles. La tipología de las marzas era variada, aunque aquí me centraré solamente en aquellas que mejor pueden contribuir a testimoniar y explicar la significación social de la circulación de dones/contradones. Me estoy refiriendo, por una parte, a las denominadas marzas "galanas" o "floridas", las cuales eran cantadas en aquellas situaciones en las que se producía un recibimiento hospitalario de los marzantes, o éstos tenían un especial interés en agasajar a algún miembro de la unidad doméstica visitada, y, por la otra, a las marzas ''rutonas'', o de "ruimbraga", cantadas cuando la ronda era mal recibida o defraudada en la calidad de la donación. El modelo de análisis aquí efectuado es aplicable en su esencia a todo tipo de prácticas en las que se produzca una circulación de dones-contradones, tal y como ocurría en las diferentes modalidades tradicionales de ayudas mutuas y sus correspondientes comensalidades solidarias (familiares, amicales, vecinales), como en las relativas a los sistemas de maximización y reciprocidad practicados en las explotaciones agrarias familiares insertas en la organización económica capitalista (Montesino, 1998).

Entre las más significativas de las que tenían lugar en Campoo, encontraremos: "vecerías", "coleado"' de los sementales de los pueblos, ofertas votivas, trabajos comunitarios o mancomunitarios, rituales de aflicción (enfermedades, enterramientos), matanza del cerdo, "deshojas", "parteado" de animales, "adras", circulación de las "cruces de los pobres", entrega de "caridades'', "remates" de limosnas, establecimiento de los sistemas de turno rotativo de las "veces", rituales de avecinamiento, pago de "patentes", dotes matrimoniales, rituales socio-festivos (aguinaldos, "reyes", "vijaneras", "natas", "dianas", enramadas de San Juan, rondas de "quintos", bodas), costumbres todas ellas presentes en diversas comunidades del Campoo "tradicional".

En las marzas los grupos portadores del ritual eran únicamente hombres solteros, esencialmente de edades comprendidas entre los quince y los veinticinco años, aunque algunos "mozos viejos" podían tener muchos más años. Aquellos mozos, pertenecientes al colectivo homosocial de solteros, se agrupaban en "cuadrillas de mareantes" siguiendo unos patrones normativos muy precisos de jerarquización y autoridad internas, con arreglo a la existencia social de diversos subgrupos de edad. Bajo la institución de la Sociedad de mozos, los varones solteros, unidos por los vínculos primordiales del estado civil y la identidad de género, organizaban en el espacio público sus tramas de autorrepresentación social y de predominio androcentrista, al tiempo que, en determinados momentos de su ciclo vital, ordenaban y ritualizaban el paso de un estatus social a otro: niño-chaval/mozo. Las mujeres carecían de este tipo de ritualizaciones institucionales, por lo cual sus estatus eran definidos en función de las elecciones de ronda masculinas y de los sistemas de intercambio y reciprocidad, establecidos entre el padre o el varón que actúa como cabeza de familia y el colectivo de mozos sobre los que recaía, una vez recibido "el real de la pandereta" (donativo de la casa a la Sociedad de mozos), la responsabilidad de considerar a la joven como una moza y garantizar su protección.

Las "cuadrillas de mareantes" recorrían las casas de los barrios solicitando las "dádivas" o el "dao" a cambio de cantos tradicionales regidos por unas reglas canónicas muy precisas. Dependiendo de la situación de cada familia (defunciones recientes enfermos graves, mozas casaderas, tipo de hospitalidad), se rezaba el Padre Nuestro y el Ave María o se entonaban las "marzas largas" y los Sacramentos de Amor. Cuando en la misma comunidad había varias cuadrillas, éstas se repartían el vecindario y si existía rivalidad entre ellas se disputaban la donación, bien adelantándose en la ronda o bien ganándose la adhesión de la casa mediante astucias de autoelogio coral.
Con frecuencia sucedía que las cuadrillas de un determinado pueblo pretendían entrar en el territorio comunitario de otras aldeas con el propósito de "pedir las marzas", lo que solía dar lugar a violentos conflictos entre cuadrillas de mozos que solían desarrollarse en las zonas limítrofes de las comunidades. Con los productos obtenidos de las donaciones se organizaban comidas o cenas a las que se invitaba a las mozas y que generalmente concluían con bailes.
 

LA "LÓGICA SOCIAL DEL COMPLEJO DOMÉSTICO-COMUNITARIO" EN LAS COMUNIDADES CAMPESINAS TRADICIONALES

Cuando me refiero a las sociedades rurales tradicionales lo hago aludiendo a aquellas que "fijaron" sus principales rasgos a mediados del pasado siglo y experimentaron un proceso de desarticulación y cambio social a lo largo del primer tercio del pasado siglo. Sus características fundamentales eran: 1) un sistema agrario basado en cultivos, técnicas y tecnologías tradicionales; 2) el predominio de los mercados interiores, lo que en modo alguno puede interpretarse como la inexistencia de mercados exteriores: 3) el predominio de explotaciones campesinas de tipo familiar; y 4) el mantenimiento de algunas prácticas colectivistas, propiedades comunales e instituciones consuetudinarias. Este tipo de sociedades se encontraban estructuralmente influenciadas y, en cierto modo, sometidas a la lógica del "tiempo reversible" (Lévi-Strauss, 1980) y al poder normativo de la tradición. De ahí que fundamentasen sus "seguridades ontológicas" en "la confianza que los seres humanos depositan en la continuidad de su autoidentidad y en la permanencia de sus entornos, sociales o materiales de acción" (Giddens. 1993: 91-92), lo que en modo alguno debe presuponer su consideración histórica como sociedades autárquicas y mucho menos la negación en las mismas de los procesos de cambio social (Montesino, 1993b). Este tipo de sociedades rurales en Cantabria han sido vertebradas sobre dos ejes esenciales, internamente jerarquizados: el espacio y la estructura social. En las sociedades campesinas cántabras el territorio se configuraba en torno a un continnum espacial formado por: 1) a casa como unidad espacial menor: 2) la calle y el barrio, como unidades segmentarias intermedias, creadoras de experiencias cotidianas y de fronteras intracomunitarias, en cuyo interior se desarrollaban las relaciones "cara a cara" y las solidaridades y ayudas mutuas familiares y vecinales: 3) el terrazgo y el monte, espacios de trabajo agroganadero por excelencia; 4) el pueblo que abarca a los anteriores y a su vez se inscribe en el marco de un ayuntamiento, perteneciente a un valle o comarca.

Por lo que respecta a su estructura social, ésta se hallaba formada por una serie de grupos en interacción, diferenciados con arreglo al sexo, la edad, el estado civil, la profesión y el estatus económico, así como por un conjunto institucional en el que cabe destacar la Familia, la Sociedad de mozos, las Cofradías, la Sociedad de ganaderos, los Comunales, el Concejo y las Mancomunidades. La organización patriarcal de la familia campesina cumplía la función de ser el eje de la organización social y del trabajo productivo, así como el mecanismo básico de la reproducción, educación, subsistencia y de obligación social ante la comunidad. Por su parte, la casa constituía el territorio vital de los individuos y el centro del grupo doméstico. Era, al tiempo, el soporte estructural físico que acogía al núcleo familiar y un entramado económico-patrimonial que reunía la vivienda, las dependencias anejas a ella, la ganadería y el terrazgo, todo lo cual la dotaba de un destacado papel de referente socio-simbólico de cara a la comunidad en su conjunto. El territorio del domus era un ámbito articulador de un sistema de valores, roles, símbolos y obligaciones político-morales que casificaban y condicionaban a los individuos (este proceso se acompañaba de la interiorización del modo de vida comunal, que regulaba la compleja red de usos, costumbres y prácticas, heredadas de predecesores a sucesores, que definían la consistencia del tejido comunitario). Mediante la casificación los miembros de un grupo doméstico se convertían en los portadores, por adscripción forzosa, de una identidad social de la que la comunidad esperaba un determinado tipo de conductas en las relaciones familiares y comunitarias (Lisón Tolosana, 1976). En la economía campesina cántabra, se producía una división interna del trabajo que asignaba al varón-esposo-padre el papel hegemónico en la casa-entramado económico. Él era quien dirigía los aspectos más importantes de la explotación doméstica, controlaba los bienes patrimoniales y las rentas y representaba los valores más reconocidos en la comunidad, asociados a los trabajos importantes y de responsabilidad: la fuerza, la destreza, la laboriosidad, la moral etc. Ejercía, por tanto, el poder en el ámbito de la estructura familiar y también en la comunidad, defendía los intereses materiales y simbólicos del linaje y representaba a la familia en el Concejo, al tiempo que ostentaba el monopolio de las relaciones contractuales, dentro de una economía y una sociedad sexuada en favor de lo masculino (Montesino, 1993a; 1995a).

La mujer-esposa, por el contrario, tenía asignado un rol de menos importancia social, cumplía como madre la función básica de reproductora biológica y social, aportaba su fuerza de trabajo a la explotación familiar y realizaba las tareas del hogar (espacio femenino por excelencia), cuidaba de los hijos y los enfermos y efectuaba una serie de "trabajos invisibles" comunitariamente infravalorados. Sus principales valores se asociaban a la honradez, el trabajo, la limpieza y la discreción (Montesino, 1993b). Se puede afirmar que existe un continuum en las relaciones intersexuales, que abarca desde la casa hasta la comunidad, de modo que familia y comunidad constituyen dos realidades homológicas. En otros espacios y relaciones sociales, articulados más allá del ámbito doméstico, desde el que se elaboran estrategias de cara al exterior, a la comunidad y a sus instituciones, encontramos diversos ámbitos de vínculo y significación social. El primero de ellos es la calle-barrio, se trata de un territorio intermedio entre el hogar-grupo doméstico y los vecinos de la comunidad, en el cual se materializan las relaciones más primarias y los sistemas de reciprocidad social. De igual modo el pueblo encarna un ámbito importante en el continuum espacial y de la identidad social, debido al carácter unificador de los espacios intracomunitariamente diferenciados, que posee el rango de lugar representativo de la estructura social, económica, política y religiosa del vecindario. En su seno tiene lugar el ensamblaje dinámico y conflictual de una serie de instituciones, anteriormente mencionadas, tales como el Concejo, La Sociedad de mozos, Sociedad de ganaderos, Cofradías religiosas y civiles, Comunales y Mancomunidades. Algunas de estas instituciones locales han desaparecido o han ido desarticulando sus viejos significados y redefiniendo sus usos en favor de nuevos sentidos de existencia social. Se puede afirmar que estas instituciones de la vida colectiva tradicional guardan, pese a los insoslayables rasgos diferenciadores que particularizan a cada una de ellas, una gran homología entre sí, como subconjuntos réplica de un mismo modelo estructural de organización, coerción, comportamiento y solidaridades jerárquicas, propias del orden social tradicional. Queda claro pues que entre la vida doméstica y la vida pública comunitaria, existe una clara analogía, fundamentada en una red multidireccional compleja de vínculos e interdependencias sociales, que nos permiten afirmar la existencia de una "lógica social" propia del "complejo doméstico-comunitario".
 

RECIPROCIDAD Y NECESIDAD EN EL SISTEMA DEL DON-CONTRADÓN

El sentido antropológico de las marzas queda definido al establecerse las relaciones existentes entre estos "dispositivos rituales" y la estructura social y cultural de las comunidades que las practican. Entre las diferentes dimensiones instrumentales y expresivas del ritual marcero, en el que confluyen diversas lógicas sociales, cabrían resaltarse: 1) los aspectos relacionados con el reforzamiento periódico de las identidades primordiales y morales del colectivo particular de mozos y de la totalidad social en su conjunto, mediante la dramatización, en el contexto de la acción festiva, de los ideales de unidad social y de comunidad ("universo de reconocimientos"), como valores sociocéntricos supremos; 2) la puesta en escena, en el seno intracomunitario, de los principales fundamentos del orden moral colectivo, de los vínculos sociales, de los modos de legitimación de la vecindad y de las diferentes redes de relación y de posicionamiento relativo de los agentes, dentro del entramado social: 3) el carácter preponderantemente androcéntrico de los sistemas de poder y representación social; 4) la reactivación de los procesos de "interconocimiento mutuo", a través de las estrategias colectivas de las visitas rituales, casa por casa, mediante las cuales se produce la reafirmación de las diferentes redes sociales comunitarias de apoyo y alianza y se mantiene el compromiso futuro de ayuda mutua intervecinal (dialéctica del don y del contradón).

Es a este último aspecto al que voy a dedicar una especial atención en la tercera parte de este trabajo, con el objeto de llegar a conocer de qué manera operan los sistemas de alianza y de intercambio intracomunitarios, valiéndose de unas acciones rituales reiteradas, cuya significación simbólica expresa, a mi juicio, la necesidad que tenían las comunidades rurales tradicionales de reforzar y confirmar la redes de cooperación vecinal. Antes de ello, quisiera mostrar, sobre las diferentes explicitaciones textuales de los cantos petitorios, algunos de los aspectos sociocomunitarios puestos de relieve en los cantos petitorios.

Si tomamos como punto de partida la "marza galana" podemos comprobar cómo en ella se hace referencia a uno de los colectivos básicos de la comunidad: la Sociedad de mozos, que constituye el eje estructural y organizativo de las marzas, así como la institución primordial de los varones solteros: somos marceros / (no somos raqueros)/es la juventud / que juntando va, /por las callejucas/vuestra voluntad. Los marzantes son los receptores de la donación, y los representantes de la unidad doméstica son los encargados de dar. Esta oposición establece una clara diferenciación asimétrica entre aquellos sobre los que legítimamente recaen las responsabilidades doméstico-comunitarias y aquellos otros que, aunque aspiran a ser cabezas de la unidad doméstica, aún no han alcanzado, por su estado, edad y posicionamiento social, la autonomía económica, moral y cultural necesarias: dénos, dénos algo / si nos lo han de dar, / dénos, algo / a todos por igual. / Ira la alacena / que tendréis cargada, / desdar la estorneja / y a bulto sacar; / dénos coscoritos / que los comeremos, / y mejor perrucas / que eso llevaremos. En esta estrofa del canto petitorio se observa cómo el subconjunto social de la mocedad produce el establecimiento y la reactualización periódica de un intenso vínculo de solidaridad intragrupal, derivada de una misma condición compartida y de un ideal común de igualdad.

A través del ritual marcero los jóvenes muestran su adhesión socializante a los fundamentos básicos del orden tradicional, renovado mediante el carácter ritual y normativo de la tradición: como acostumbraron / nuestros abuelucos / desde muy antaño / pedimos licencia / para poder marzar / en algarabía / mozos del lugar, / y seguir costumbres / de la antigüedad. La Sociedad de mozos es un subconjunto social de gran peso en la comunidad, desempeña, entre otras, una función importante en el sistema tradicional de ayudas mutuas intervecinales, en representación simbólica de la casa a la que cada mozo se halla adscrito por lazos vinculares de pertenencia originaria (casificación) y de la que están obligados, por imperativo moral del buen nombre de la casa-familia, a asumir su parte correspondiente de responsabilidad en el sistema de compromisos adquiridos, mediante las obligaciones familiares de carácter societario. Recordemos que entre los miembros de la Sociedad de mozos habrán de surgir en un futuro buena parte de los representantes del "complejo-doméstico-comunitario" y que de su grado previo de integración social y de aceptación del ethos tradicional comunitario se derivarán importantes consecuencias sociales para cada nueva unidad doméstica que se reproduce.

Era costumbre que en los cantos marceros se recordara a los mozos ausentes, en algunos casos temporalmente, como consecuencia de hallarse "cumpliendo el servicio militar", y en otros casos definitivamente por causas de muerte. Cuando la Sociedad de mozos perdía a alguno de sus componentes era costumbre que el ''mozo viejo" reactivara en la memoria colectiva (grupal y comunitaria) el recuerdo de sus miembros desaparecidos, al tiempo que se manifestaba simbólicamente la asunción de las obligaciones que ligaban a la colectividad con sus muertos, a través de la oración (don), de cuya eficacia simbólica se esperaba la intercesión (contradón) de los difuntos ante Dios, en favor de los individuos de su comunidad: aquí los tenéis; / ¡Alumbra bolsero! / pon el farolucu / y así los verán: / Mingo "Calamorru" / Gorio ''Ratoneru'' / Niño "Chisquejucu" / Lucu "el de Colás"/ y de mozos viejos / no venimos más; / nos, falla Toñucu / que a servir al Rey / por tres años va; / ¡un golpe de agua! se llevó a Tomás, / y a cantar las marzas / en jamás vendrá! /¡Recemos, marceros, / antes de marzar!

Igualmente, el tiempo de las marzas era uno de los períodos elegidos por la Sociedad de mozos, para efectuar el tránsito social de un estatus (niño: "contexto de partida") a otro (mozo: "contexto de llegada"), dentro del sistema de reubicación, posicionamiento jerárquico y desempeño de nuevos roles en la estructura social: primerizos son / de esta nueva hornada / que hoy pagan patente / para poder rondar / como obligan las leyes / de la mocedad. Los nuevos integrantes de la cuadrilla de marzantes, mediante el pago obligado de "la patente" (don), eran admitidos (contradón) en la Sociedad de mozos (entre los iguales) y presentados por ésta al conjunto de la comunidad, de acuerdo a unas reglas de identificación y de integración social que exigían la subordinación del individuo a "la lógica del complejo doméstico-comunitario". Para la presentación ritual del mozo ante la comunidad se solía recurrir indistintamente a sus nombres o apodos, estos últimos actúan como sistemas tradicionales de denominación y categorización social, basados en características personales o físicas. En sí mismos constituyen mecanismos eficaces de pertenencia, adscripción, información y sanción, propios de las comunidades y los grupos dotados de un ideal moral unitario. El apodo familiar opera como un primer identificador que generalmente hace referencia a la casa y se basa en la presunción de que el joven actor, educado en el ambiente familiar, participará de las virtudes y defectos que la comunidad reconoce en la misma (Sanmartín, 1993): son Logio "el joyecu" / Quico "el del Virolu" / Mingo "el Rompi-trás'', / que de su mollera / tienen que sacar / todo el repertorio / para poder marzar. La vecindad esta representada por la casa, categoría moral que casifica y clasifica a los individuos y a las familias según el grado de identificación e integración que éstas tengan respecto a la comunidad local.
 

LA CIRCULACIÓN DE DONES COMO ESTRATEGIA PRODUCTORA DE INTERDEPENDENCIAS Y SOLIDARIDADES

En las economías campesinas tradicionales, con el objeto de hacer frente a las insuficiencias y restricciones de sus fuerzas productivas, las casas y los grupos domésticos en su papel de unidades productivas, se veían obligadas a establecer una densa red de relaciones laborales y sociales de ayudas mutuas, dando lugar a un sistema económico de intercambio intracomunitario, basado en la reciprocidad derivada de la circulación de dones y contradones, que requería el cumplimiento de al menos tres obligaciones primordiales encadenadas sobre las que se sustenta la economía moral del don: dar, recibir y devolver. Estas reciprocidades operaban dentro de un contexto social compuesto por los miembros de las casas, las familias más amplias, las necesidades y los recursos materiales y de conocimiento disponibles por las comunidades tradicionales. Del mismo modo el recurso al empleo de personas ajenas a la casa, mediante la lógica de las ayudas mutuas, así como los sistemas de reclutamiento de los grupos de trabajo y de conformación de las relaciones laborales, se basaban en categorías estrechamente relacionadas con el parentesco, la amistad y la vecindad (Godelier, 1996).

Lo que circula en el espacio dramatizado de este universal juego social son derechos y deberes, prestaciones y contraprestaciones (Rivas, 1994), a la vez que, de igual modo, son transferidas informaciones, comunicaciones y mensajes (Boulding, 1976). Y ello es así a fin de garantizar la reproducción de unas estructuras económicas, roles y pautas de comportamiento, propios de un ethos local que define y posiciona al sujeto en función de unos vínculos de pertenencia, fundamentados en roles adscriptivos (Montesino, 1995a). De ahí que el individuo se deba a la comunidad, la cual exige de él la inhibición de su individualidad autónoma (don), a favor del cumplimiento de las normas de circulación de dones, es decir de su agregación institucionalizada al grupo (contradón). De esta manera, el individuo asume los intereses de la comunidad como intereses propios, a cambio de lograr un cierto grado de integración socialmente aceptable y de adquirir el necesario prestigio de ser un buen vecino, perteneciente a una buena casa (don/contradón).

En las comunidades rurales tradicionales, fundamentadas en la existencia de un poder central encargado de organizar el comportamiento social que aparece encarnado en la "lógica social del complejo doméstico-comunitario" y sus instituciones reguladoras y en el sistema simbólico-ideacional que constituye el imaginario colectivo, las prestaciones y contraprestaciones responden a objetivos, problemas y necesidades muy variados que se producen en el seno de las unidades domésticas y en el conjunto de la comunidad y que se explicitan en las tramas de "sociabilidad horizontal forzosa" (Montesino, 1995b). Así pues, cuando los marzantes se refieren a los distintos trabajos (prestaciones de favores y ayudas mutuas) realizados conjuntamente, lo que están haciendo es desvelar algunos de los modelos de relación social existentes en el seno de la comunidad y las estrategias culturales básicas institucionalizadas, que cotidianamente se llevan a cabo para solucionar las situaciones laborales y sociales a las que han de responder los miembros de la comunidad, mediante estrategias adaptativas de alianzas vecinales y de cooperación social: yo sallé panizos / que despunté a rabiar, / en la tu tierruca / junto al "Cambrizal"/ y de las "mayucas" / te fui a desconchar, / los orizas recios / del "carrozal". /¡Noble caballero! / para poder marzar, / te traje barroscos / y en todo el invernal / de brezos y helechos / llené el tu corral. / Yo "cillé" mil veces / la tu vaca "telga" / guardé tus "gajucas".

El éxito del don y el contradón se basa en un mecanismo eficaz que consiste en la práctica de la reciprocidad estable. Una reciprocidad forzada por la propia presencia del donante en la cosa donada que actúa como ligamento entre las personas y los grupos domésticos en el momento de establecer relaciones personales y vecinales, con claras ventajas para cada una de las partes intervinientes en el intercambio. En este tipo de sociedades, donde las interacciones son reiteradas y perdurables y los recursos disponibles escasos, es necesario articular estrategias de cooperación, cuya lógica tiene siempre presente, en sus operaciones de cálculo y eficacia socioeconómica, el hecho de que los individuos, insertos en una misma territorialidad y en una misma comunidad moral, tienen, una y otra vez, la ocasión de encontrarse y volverse a encontrar y de reconocerse a causa de los vínculos establecidos a través de la "correspondencia recíproca" e "interconocimiento mutuo''. Todo lo cual genera mecanismos productores y reproductores de una memoria colectiva vincular que orienta la prevención de conductas, a la vez que sanciona y coacciona las actitudes y conductas personales, mediante el recuerdo del comportamiento social del otro (identidad/alteridad) y la evolución de su cooperación hasta el momento, al tiempo que se evalúa el grado de compromiso y cumplimiento respecto a las solidaridades y obligaciones consuetudinariamente establecidas por la comunidad, en la que las múltiples formas de ayudas mutuas constituyen un elemento central de las acciones sociales basadas en los lazos de parentesco y residencia y en cuyo seno se desarrollan las estrategias de adaptación, subsistencia y reproducción social. Dichas estrategias, basadas en la reciprocidad, permiten a cada participante obtener la recompensa de la mutua cooperación, cuyos éxitos dependen, real y simbólicamente, de lo prósperas que sean sus interacciones vecinales (Axelrod, 1986).

Se dona todo aquello, material o no, cuya distribución es posible, tiene algún sentido compartido y puede crear obligaciones o una deuda en el donatario. Se trata de "cosas sociales" que no se desplazan por sí mismas, sino por la voluntad de los agentes y de los grupos de crear vínculos permanentes de solidaridad e interdependencia, lo que es tanto como afirmar que tras la moral del don/contradón, más allá de la necesaria voluntad individual, se manifiestan uas fuerzas subyacentes, impersonales y objetivas, que actúan de manera permanentemente sobre los individuos, conformando relaciones e identidades sociales, lugares para sobrevivir, En este sentido podemos afirmar que el acto de donar, en la medida en que los dones representan tanto a las personas como a sus relaciones, trasciende lo personal, responde como diría Mauss a un "hecho social total", para situarse en el ámbito de lo societario, expresando relaciones sociales que constituyen los cimientos y la argamasa de la comunidad. Son, por tanto, las interacciones continuadas las que hacen posible la reciprocidad estable y la aparición de las redes de dependencia e interdependencia forzosas, capaces de crear obligaciones, derechos y deberes productores de una comunidad para vivir (Godelier, 1998). Aunque es preciso señalar que los intercambios generalizados no agotan en sí mismos el funcionamiento de una sociedad, ni son suficientes para explicar la totalidad de lo social, ya que junto a los bienes y servicios intercambiados se encuentra igualmente todo aquello que no es donado y que es igualmente objeto de aquellas instituciones y prácticas específicas que también forman un componente irreductible de lo social como totalidad. Se puede decir que la inmensa mayoría de las donaciones circulan con la certeza de que serán devueltas, seguridad que reside en la virtud interactiva y vinculante de la cosa que se entrega, siendo ella misma testimonio de una garantía aplazada, de un retorno que deberá ser necesariamente cumplido de modo satisfactorio.

Mediante las rondas marceras lo que circula entre las casas y el subgrupo homosocial de mozos, no son sólo bienes materiales tangibles (el "dao") sino también vínculos societarios, deberes y obligaciones que parten como servicios al grupo (la comunidad) y que vuelven como derechos de los vecinos (la casa). A través de la generosidad de la casa donante y de la calidad del "dao" los mozos valoran el estado de salud y la solidez de las redes de sociabilidad de las partes y del conjunto comunitario, a la vez que reactivan, en la memoria colectiva, el recuerdo y la obligatoriedad social de las ayudas mutuas. En este sentido es preciso señalar, no obstante, que las relaciones sociales del tipo que sean nunca son enteramente utilitarias e instrumentales, ya que cada una de ellas aparece siempre complejamente rodeada de elementos simbólicos que sirven para aclarar, justificar y regular tales actos.

En las relaciones y modalidades de intercambio en las que se inscribe el don/contradón no se permite el ejercicio de la libertad de ganancia a costa del prójimo (Sahlins, 1977). De manera que lo "dao" constituye, lejos de explicaciones "animistas-espirituales", en el contexto de las "estrategias cumplidoras", fundamentadas en la reciprocidad y en un ethos cooperativo, un elemento cardinal en cuanto se refiere al ejercicio de ciertos derechos del clonante sobre el donatario y en todo aquello relacionado con la obtención de beneficios mutuos y con la representación simbólica de las redes de reciprocidad (el donante compromete al receptor y el futuro adquiere
importancia en comparación con el presente), porque la donación, desde la perspectiva de un imaginario social basado en lo que podíamos denominar "la posibilidad de un infortunio" (Auge, 1995: 41), simboliza la esperanza de que en un futuro adverso o de necesidad ésta sea reintegrada como contraprestación, tal y como se espera de un sistema de cooperación intervecinal, fuertemente arraigado en la práctica selectiva e interesada de las ayudas mutuas. Estos dispositivos de reconocimiento y Habilidad, que radican en la propia naturaleza del don, convierten la temporalidad (la posibilidad de obligar a la contraprestación a un plazo concedido) en un instrumento fundamental a la hora de concebir la noción de perdurabilidad, de intercambio y de prestación de servicios rituales (Mauss, 1979). Realmente se puede afirmar con Mauss que el "dao" es un "símbolo de la vida social, la permanencia de la influencia de las cosas objeto de cambio, no hace sino traducir bastante directamente, la forma en que los subgrupos de estas sociedades segmentadas (...) quedan continuamente implicadas las unas con las otras, sintiendo que se deben todo" (Mauss, 1979). Que duda cabe que, por medio de la donación, el donante crea unas obligaciones morales invisibles y adquiere un poder sobre el beneficiario que le pertenece en lo sucesivo, en la medida en que donantes y donatarios quedan atrapados en un estado de endeudamientos y dependencias mutuas, reforzadas por la propia lógica de la circulación de dones, materiales e inmateriales, debido a que la donación tiene un sentido de adquisición. Como ha señalado Bataille, el don es una "pérdida" que compensa a quien la hace (Bátaille, 1987) y que endeuda y obliga a quien lo recibe.

Veamos qué sucede en aquellos casos en los que dentro de las estrategias de intercambio recíproco se produce alguna deslealtad a las normas de reciprocidad vecinal, tal y como queda puesto de manifiesto en las ''marzas rutonas": de casa salimos / de muy mala gana / a cantar a ruines / que no nos dan nada. / Aquí vive un andrajoso, / cara de pocos amigos / con más costra que un piojoso / y más agujeros que un cribo. / Las bragas de ballenero, / orejas de burro viejo. / Legañoso y embustero, / se puede llamar Requena, / la mujer alcahuetona / y los hijos marranchejos / que cuando lleguen a viejos / tendrán la cara mona, / os llamaremos lambiones, / cagadores de calzones, / diciendo de corazón: / En casa de ruimbraga / no nos dieron nada; / en casa de braga rota / no nos dieron jota; / el marido tocaba / y la mujer bailaba, / rompimos las panderetas / y también las guitarras. / Braga ruin y rota / cornudo y con cuernos. /Como era de noche / pedíte posada, / dormí con tu hija / churréle la cama. En este significativo ejemplo de cantar de escarnio encontramos un testimonio claramente expresivo de las categorizadones sociales a las que da lugar la quiebra unilateral de la lógica del don y el contradón. Así, pues, observamos cómo la cuadrilla de marzantes, ante la defección que supone una ruptura del "toma y daca" que caracteriza el rasgo normativo de la reciprocidad en el orden tradicional, reacciona con un discurso denigratorio, a través del cual se encauza la estrategia de sanción del grupo doméstico (recriminaciones y represalias), aludiendo al talante ruin de la casa que no entrega el "dao" y reprochando públicamente la falta de solidaridad y cooperación vecinal. El canto "rutón" de escarnio, directamente emparentado con la costumbre de las "cencerradas", reproduce una secuencia de alusiones escarnecedoras, referidas a los diferentes miembros de la unidad doméstica que han desarticulado los compromisos morales, enmarcados en "la lógica social y moral del complejo doméstico-comunitario", poniendo en peligro la eficacia histórica de las "estrategias cumplidoras" y el ideal comunitarista y sociocéntrico de unidad, estabilidad y reciprocidad. Para ello, bien se recurre a la animalización del "otro" (la alteridad disidente), en este caso encarnado en la figura simbólicamente representativa del cabeza de familia, o bien, desde valores androcentristas, se acusa de adulterio a la mujer principal de la casa, al mismo tiempo que se "practica simbólicamente" la deshonra ritual de los descendientes.

Abundando en esta dimensión de la perspectiva del pensamiento androcentrista, propio de los grupos homosociales tradicionales, podemos comprobar cómo, a través de la adjetivación de alcahueta dada a la mujer, se pretende poner de manifiesto el papel antisocial de ésta, mediante la estrategia verbal de acusarla de ejercitar el chismorreo, en un contexto social en el que el desvelo de intimidades es considerado como uno de los principales causantes de desorden, tanto familiar como comunitario, en tanto en cuanto representa la pérdida de unas cualidades ideales muy apreciadas por los vecinos, como son: la sobriedad, la mesura, la magnanimidad a la hora de juzgar los hechos sociales, etc. De otra parte, en un orden social tradicional, holista y jerarquizador, la falta de laboriosidad (el trabajo, en las sociedades tradicionales, es un valor fundamental) y una mala administración doméstica pueden poner en peligro la estabilidad de la comunidad que necesita del cumplimiento de las obligaciones de cada casa, tácitamente comprometida con las obligaciones comunitarias, a través de las normas y rituales sociales de vecindad. Como señala Bourdieu, la actividad por sí misma es tanto un imperativo económico como un deber impuesto por la lógica de la vida colectiva. Su valoración, con independencia de la dimensión propiamente económica, aparece vinculada a la función propia de quien la lleva a cabo y compromete a la familia que, en aquellos casos en que permanece ociosa, es acusada de sustraerse a los deberes y tareas socialmente considerados inseparables de la pertenencia a la comunidad (Bourdieu, 1991).

En las sociedades rurales tradicionales de Cantabria la práctica de dar, recibir y devolver, era un imperativo moral del ethos comunitario, como se puede observar en el caso aquí expuesto, en el que la obligación aparece materializada en la figura modélica del buen vecino sobre el que recae la representación simbólica de una serie de valores y expectativas, como son la cohesión familiar, el cumplimiento de las normas de jerarquizadón social y el correspondiente desempeño de los roles adscritos, la solidaridad intravecinal, el mantenimiento del orden comunitario, etc. Cuando alguno de sus miembros representativos no cumple con las obligaciones vecinales establecidas por la coacción, informal o formal, de las normas comunitarias y muestra rasgos de insolidaridad respecto al grupo de pertenencia (el "dispositivo ritual" sitúa a los marzantes en el plano simbólico de la representación del orden moral comunitario), se producen mecanismos de denuncia y de sanción colectiva que simbolizan la desafección, comparando a los malos vecinos con los animales (negación de la cultura) y denunciando su desprecio por las normas comunitarias de comportamiento (ruptura del vínculo social), en un intento simbólico de evidenciar la ausencia de valores culturales compartidos.

A través de las "marzas-rutonas" (una modalidad de los cantares de escarnio), los marzantes perseguían dos objetivos fundamentales para los intereses particulares del grupo y para los generales del orden social comunitario: 1) producir-reproducir, mediante la evidencia pública de la no correspondencia esperada, astucias (don) de reproche, de control y de sanción moral (buen vecino/mal vecino), que les validara y revalidara como colectivo (contradón) al servicio de los anclajes normativos de la tradición; 2) sacar el mayor partido posible (económico y social) de las amenazas de represalia por las desafecciones vecinales (de los malos vecinos), conscientes de que el carácter duradero de las interacciones condiciona de tal manera las estrategias domésticas y sus futuros resultados que la amenaza no se halla exenta de poder cumplir su función dentro del precario equilibrio social de una comunidad tradicional, tan necesitada de las ayudas vecinales para su supervivencia. El principio de la reciprocidad y, por consiguiente, la práctica del don y el contradón, en este tipo de sociedades tradicionales, se encuentra fundamentado en una serie de interacciones cotidianas que deben su infinita complejidad a las estrategias de cálculo y predicción, realizadas tanto por parte del donante como por parte del destinatario. Estrategias, todas ellas, que tenían la finalidad, entre otras, de reproducir las estructuras económicas y sociales comunitarias, exigiendo, para ello, el correspondiente posicionamiento de cada individuo en el papel preestablecido por la comunidad, con arreglo a un sistema de exigencias sustentadas en un modelo de "anclajes" tradicionales, de valores y pautas de comportamiento jerarquizados, que sustancialmente respondían a los estatus adscritos en virtud del género, la edad, el grupo primario de pertenencia, la herencia, las identidades socioprofesionales, etc.

En resumen, se puede afirmar que, en última instancia, la persona entrega (don) parte de su libertad a cambio (contradón) de estabilidad y de cooperación. Siempre, como no puede ser de otro modo, siguiendo un mecanismo, históricamente cambiante y culturalmente diversificado en su significatividad, de reciprocidad deseada, buscada y esperada, por imperativo de la existencia de necesidades. Necesidades que responden a la lógica universal del dar, recibir y devolver, que ha estado presente en todas las comunidades tradicionales y continúa produciéndose (de modo redefinido por efecto de la propia reflexividad social que caracteriza a las sociedades tardomodernas) en las sociedades actuales en las que aún siguen existiendo cosas que, pese al predominio de la lógica dominante de las relaciones mercantiles, se "mantienen al margen del mercado" (Godelier, 1998) y en las que los vínculos personales continúan ocupando un lugar importante como factores imprescindibles en la constitución de unas relaciones sociales, sin las cuales ninguna sociedad humana podría existir.

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