La construcción de la red de ferrocarriles fue una de las gestas económicas del siglo XIX. Símbolo de la Revolución Industrial y paradigma de modernización, supuso un extraordinario esfuerzo colectivo cuyas consecuencias alcanzaron a todos los niveles de la sociedad. Como iniciativa empresarial resultó, en la mayoría de los casos, un ruinoso fracaso, debido a la enorme cuantía de las inversiones y los insuficientes ingresos logrados tras la puesta en explotación. Su aportación al proceso de industrialización también es objeto de controversia, debido a la necesidad, más o menos justificada, de recurrir a inversores, tecnología y suministros extranjeros que no favorecieron el adecuado desarrollo de la industria nacional. La línea férrea que unió la localidad de Alar del Rey con Santander no fue una excepción. La compañía adjudicataria, Compañía del Ferrocarril de Isabel II, tras poner en funcionamiento la totalidad del recorrido en el año 1866, terminó en quiebra, siendo incautada por el Estado y otorgada la concesión posteriormente a otra empresa, la Nueva Compañía del FC de Alar a Santander, para acabar, finalmente, integrándose en RENFE en el año 1941. A pesar de todas estas vicisitudes, la valoración incuestionable es que Reinosa no sería lo que es si el ferrocarril no hubiera llegado a la ciudad.
Hoy la estación ha dejado de ser, en gran medida, el símbolo de modernidad que fue hasta hace unas décadas, lo cual no significa que haya perdido importancia; sencillamente, ha pasado a jugar otro papel menos relevante. Y este cambio se nota también en la percepción con la que la gente vive la estación, que ahora compite con otra, la de autobuses, como lugar de tránsito e incluso de ocio. Podemos decir que la estación del ferrocarril es una vieja dama, aún respetada, pero venida a menos. Las mercancías, otrora parte importante del tráfico ferroviario, se mueven por carretera. Los almacenes se han alquilado para usos comerciales o de ocio, los andenes ya sólo reciben viajeros, raramente paseantes. Pero el ferrocarril no ha perdido importancia socioeconómica, sigue siendo objeto de debate, de interés público.
Representa, como siempre, una apuesta de futuro. Este futuro, no exento de claroscuros, pasa por la llegada de la alta velocidad, ahora nuevo icono del desarrollo, por la integración de las redes de transporte y por seguir beneficiándose de algo que Reinosa siempre tuvo, su situación estratégica como paso obligado entre la meseta y la costa. Pero también en esto aparecen amenazas desestabilizadoras, como la reactivación del corredor mediterráneo a través del País Vasco, o el abandono de las redes de cercanías. Es obvio que el ferrocarril continuará siendo un elemento clave en la articulación del territorio y en esa apuesta todos arriesgamos mucho.
Las estaciones del ferrocarril han sido espacios siempre significativos desde el punto de vista emocional, aunque en cada época se han vivido de diferente manera, con más o menos intensidad. En el siglo pasado fueron, quizás, los primeros años de la postguerra los más identificados con el ferrocarril y la estación. Ambos están estrechamente unidos, pero la gente los vivía de manera diferente. La estación era algo más que el punto de acceso al ferrocarril, aparecía como un espacio social de relaciones y entretenimiento. Y, en el caso de Reinosa, representaba también una referencia nacional debido al hecho de que los trenes hacían "parada y fonda", es decir, un alto en el camino para que máquinas y viajeros repusieran fuerzas, lo que hizo de la ciudad un punto señalado en los itinerarios ferroviarios.
Nuestros informantes nos relatan la estación como la meta de los paseos dominicales
de la fuente de la Aurora a la estación, pero también como un recorrido en sí misma
desde el paso a nivel hasta los almacenes de la RENFE, siempre con el mismo objetivo: contemplar el ir y venir de los viajeros por los andenes, sin descartar que la afluencia de paseantes propiciara los encuentros, especialmente entre los jóvenes... El momento culminante llegaba con la
parada y fonda. Los viajeros descendían del tren a comer en la fonda de la estación, comprar las pantortillas que ofrecían las "pantorrilleras", algo de lectura en el quiosco con la que amenizar el lento viaje o, simplemente, estirar las piernas. Siempre cabía esperar un encuentro interesante, especialmente cuando las chicas de Reinosa se cruzaban con
los militares jóvenes y presumidos que lucían sus estrellas en la bocamanga. Otros recuerdos no son tan festivos. Las angustias de las estraperlistas, apuradas por los inspectores y los agentes del fielato, o la entrega de cartas a los familiares presos, que, tras pasar por la censura, se depositaban directamente en el tren correo
para asegurarse de que partían debidamente a su destino.
En épocas más recientes, década de los sesenta y primeros setenta, la estación siguió siendo un lugar de encuentro. Ofrecía un espacio público y accesible, a cubierto y, lo que es más importante, con calefacción en la sala de espera. Allí se juntaban pandillas de adolescentes que aún no accedían a los bares para pasar el rato mientras comían unas bolsas de pipas y, quizás, encendían los primeros cigarrillos a escondidas. Hasta que el excesivo bullicio obligaba al operario de turno a expulsarlos.
Había trenes especialmente populares, como el "Mixto", así llamado porque transportaba pasajeros y mercancías, el "Rápido" (quizás una pura ironía) o el "Correo" en la madrugada, siempre enigmático, última oportunidad de trasnochadores que regresaban a sus casas o primer paso hacia un destino esperanzado.
Pero el recuerdo más grabado en la memoria de casi todos los reinosanos de antes y de ahora es el transitar ruidoso de los "mercancías" en la noche, raudos en su ir y venir sin detenerse en nuestra estación.
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