La plaza (el mercado de abastos)

María Jesús Gutiérrez Ibáñez

Los mercados municipales de abastos
La ciudad, desde sus comienzos, ha sido un espacio con funciones muy diferenciadas y específicas, des­de las administrativas o estratégicas, que implican el control de un territorio amplio, hasta las religiosas o culturales. Pero si hay una función presente en todas las ciudades de manera extensa, esa es la comer­cial. El espacio urbano ofrece el entorno ideal para la actividad comercial y, con frecuencia, es también el resultado de esa misma actividad. Reinosa es un buen ejemplo de urbe que surge en un emplaza­miento estratégico, de paso obligado para personas y mercancías, lo que propicia su función comercial de alcance comarcal y también regional.
 
La variedad de comercios se amplía a medida que la evolución económica introduce nuevas formas de consumo. Las telas, los objetos del ajuar doméstico, las herramientas o los medicamentos son produc­tos habituales desde la antigüedad; pero el comercio gira, fundamentalmente, en torno a los alimentos, que los habitantes de la ciudad no producen, aun­que sí consumen en abundancia. Podemos consi­derar que es, por razones obvias, el abastecimiento imprescindible. La manera tradicional, hasta bien entrado el siglo XIX, de ofrecer estas mercancías era la venta ambulante puerta a puerta o los mercados al aire libre. No faltaban los locales comerciales es­pecializados, pero en menor número e importancia relativa. Queda aún en la memoria de muchas per­sonas el recuerdo vivo de estas formas de comercio, practicadas hasta no hace demasiados años y que aún hoy concitan muchedumbres en los mercadillos.
 
Foto: José María Martínez
 
La industrialización supuso una importante transformación urbana, no sólo por el crecimiento que experimentaron las ciudades, sino también por­que los cambios sociales plantearon nuevas exigen­cias de dotaciones y servicios. La higiene, uno de los déficits más graves de la ciudad preindustrial, se convierte en algo prioritario. Los saneamientos públicos, las redes de distribución de agua potable, la limpieza urbana, pasan a ser una preocupación de los ayuntamientos. Los mercados de abastos mu­nicipales forman parte de esta nueva concepción de la ciudad. Su construcción permitirá un control sanitario, facilitará la compra diaria y mejorará la capacidad de recaudación de impuestos ligados al consumo.
 
En los años finales del siglo XIX y principios del XX, numerosas ciudades españolas construye­ron sus mercados o plazas de abastos municipales, levantando edificios en muchos casos de apreciable valor arquitectónico e incluso artístico. Reinosa lo hizo en 1882, proyectando un edificio con estructu­ra de madera y hierro, sobrio y funcional. Cumplió con su cometido durante casi un siglo, hasta que en la década de 1980 fue rehabilitado, no sin levantar una importante controversia. Desgraciadamente, su modernización coincidió con su decadencia, plas­mada en el rápido abandono de muchos puestos. "La plaza" quedó semidesierta. Hoy se buscan ideas para ocupar nuevamente un espacio que se nos antoja lleno de posibilidades, pero con el que no se sabe muy bien qué hacer.
 
Cuadernos de Campoo

 
«Mamá ¿a qué nosotros podemos comer lo que queramos porque no nos cuesta?»
 
Esta pregunta es una de las primeras co­sas que mi madre recuerda de sus cuarenta años en la plaza (la frase era mía). La plaza, sin especificar más, era como los componentes de aquella gran familia llamábamos a lo que para otros llevaba el apellido de abastos.
 
También destacan entre sus recuerdos dos he­chos principales: «nos llevábamos todos bien» y «yo tenía unas clientas muy buenas» (tan buenas que a veces llegaban antes que ella, se autoservían y dejaban la nota). Y como protagonista invisible y siempre presente de nuestra vida allí: el frío, que a lo menos que llegaba era a fresquito en verano.
 
«No molestes» y «Ten cuidado, no tires nada» eran las frases más repetidas por mi madre. Pare­ce ser que yo era cualquier cosa menos una niña tranquila.
 
Foto: Ángeles Ibáñez
 
La plaza, con sus cinco naves, era un territorio inmenso, un territorio que a medida que nos ha­cíamos grandes se ampliaba a la plazoleta cercana, allí, yo fui una reina. Lo que nosotros llamába­mos la plazoleta era conocida, por los demás, como la plaza de las patatas porque en ella tenía lugar, en aquellos tiempos, el mercado de los lunes y las patatas eran uno de los principales productos que allí se vendían. Era un lugar ideal para los niños que podíamos jugar, incluso cuando llovía, porque tenía un soportal, y para los mayores porque nos tenían a la vista con solo acercarse a la puerta. Un mundo lleno de cómplices para un trasto como yo. Siempre había unos brazos que te levantaban del suelo cuando aterrizabas sobre las frías baldosas, unas manos que te limpiaban las lágrimas, unos brazos que te achuchaban y una mirada de apoyo cuando te caía una riña, aunque fuese merecida.
 
El lunes era el día que menos me gustaba. Era el día de compra para toda la gente de la comarca. Había mucho trabajo y los mayores estaban cons­tantemente ocupados. Y además, las personas que venían de semana en semana o que aún tardaban más en volver, siempre comentaban algo sobre la niña, o sea, yo: «qué grande, qué traviesa, qué...». Tenías que estar lista para revisión todo el tiempo.
 
Las mañanas y las tardes tenían un ritmo dis­tinto. Por la mañana, la ocupación principal era la limpieza del puesto: mostradores, balanza, es­tanterías, suelo (aquellas losas de piedra que casi siempre estaban húmedas y costaba mucho barrer). Se revisaba la fruta y la verdura para tirar lo que se había estropeado y se preparaba el brasero. Preparar el brasero era todo un ritual. El carbón debía quemarse hasta un punto justo, y la ceniza rodearla muy bien, si no por la tarde, que era cuando se usa­ba, no daba calor ni aguantaba el tiempo suficien­te. La mayoría de las señoras hacían la compra por la mañana, eso significaba que había poco tiempo para dedicar al juego por parte de los mayores.
 
Las tardes eran más relajadas para los mayores. Era el momento de actividades sin prisa, para la charla con las dientas (eran tiempos en los que la compra era cosa de mujeres), para los trabajos ma­nuales, la lectura del periódico, el intercambio de vivencias... Cuando era tiempo de brasero, éste y la mesa camilla se convertían en el centro de nues­tra vida, sin embargo, cuando salía el sol la vida se desplazaba a las afueras del edificio. Junto a la estufa, se hablaba de la familia, de los novios, de la costura, de los ajuares, de...
 
Las tardes de los niños estaban marcadas por la merienda, cuando tocaba merendar nos sentába­mos en una caja de fruta, muy inquietos, tratando de no perder demasiado tiempo y continuar con nuestras pequeñas travesuras. Yo siempre encon­traba algún cómplice para mis aventuras-juegos entre los puestos abarrotados de género que cons­tituían nuestro mundo.
 
El sonido de la campana anunciaba la hora de cerrar. Tres toques por la mañana y tres por la tar­de. Era la contraseña que anunciaba que nos íba­mos a casa: «me voy, que ha tocado la campana», era el adiós normal con los compañeros de juego.
 
Se guardaba todo lo que estaba expuesto en el mostrador (queso, bonito, arenques, membrillo...) y se tapaba la fruta en cuanto refrescaba por las noches. Unos enormes papeles de esos fuertes, de los de envolver... y los artículos más delicados se cubrían con dos capas.
 
Yo lo recuerdo con la benevolencia que el tiem­po imprime a nuestra infancia y desde la libertad que me permitía corretear, saltar, y campar a mis anchas.
 
Eran mis años de niñez. Con el tiempo com­prendes lo duro que era trabajar-vivir allí. Pasába­mos más tiempo en la tienda que en casa, pero mi madre recuerda la solidaridad, el echarse una mano unos a otros para lo que hiciera falta.
 
María Jesús Gutiérrez Ibáñez