El estudio de fotografía, fundado en 1938, fue uno de los más importantes de Cantabria
Fuera, en la calle, los gritos de los niños en sus juegos de la Plaza de España. Dentro, en la casa, el silencio y la calma, entre vigas de madera, suelos de roble y obras de arte. El mismo sosiego que ha habitado durante 80 años en la céntrica vivienda, sólo roto por el flash de las cámaras de fotos o el tintineo de las placas de cristal. Es el Estudio de Fotografía Boyet, que guarda la memoria visual de Reinosa desde un lejano 1938. En él se tomaron y revelaron los retratos de vecinos y familias de Reinosa. Los clientes también acudían de diversos puntos de la provincia hasta la capital campurriana atraídos por su fama y la calidad en el tratamiento y revelado de las fotos. Esas imágenes, que documentan una realidad y muestran miles de historias, aún se pueden ver en muchos álbumes familiares.
Su fundador, Antonio Fernández Boyet, llegó de Madrid para trabajar en La Naval en el año 1923 como ajustador. Apenas tres años antes se habían abierto los talleres en el polígono de La Vega y el aumento de la población había sido espectacular. Fernández había finalizado sus estudios de Bellas Artes en la Escuela de San Fernando de Madrid, pero un cambio de rumbo en su vida le trajo hasta Reinosa. Su hija, Carmen Fernández Jaraba, que continuó su labor hasta la década de los 90, recuerda que su padre siempre dijo que «estaba reñido con los pinceles». Nunca realizó ninguna exposición y sin embargo, sus óleos y acuarelas son admirables. Retomó la actividad cuando contaba 60 años, como profesor de dibujo en el Colegio San José y en el Instituto de Bachiller. Esta destreza, sin duda, la heredó de su padre, Manuel Fernández Carpio, nacido en Jaén, compañero de estudio y fiel amigo de Casimiro Sáinz en Madrid. Fue gran defensor de su figura y memoria tras su muerte y quien realizó todos los trámites para trasladar sus restos mortales a Reinosa en el año 1922. Fernández Carpio había llegado a Santander a finales de 1917 como profesor de la Escuela de Artes y Oficios de la ciudad, ejerciendo también la enseñanza en el colegio de los Padres Agustinos. Sus cuadros forman parte de las colecciones de varios museos españoles.
La vena artística de Antonio Fernández Boyet afloró a través de la fotografía, iniciándose en el revelado de carretes de la droguería Leandro, situada cerca de la casa de las Princesas. Instaló un primer laboratorio en La Florida y en el año 1934 la Naval lo contrató como fotógrafo de la empresa, cambiando el buzo por la cámara y los líquidos de revelado. Realizaba fotografías de todas las piezas producidas en la factoría, como cañones y obuses de artillería e inmortalizó todas las visitas oficiales.
Cuatro años más tarde se instaló en la céntrica casona de piedra del casco histórico, conocida desde entonces como casa Boyet. Elige para dar nombre al nuevo estudio el apellido de su madre, de origen francés. Su familia en Madrid había sido propietaria de varios negocios, entre ellos el Teatro Novedades, que se quemó
trágicamente en el año 1923.
Carmen Fernández empezó desde niña a colaborar con su padre, primero en el laboratorio y luego, cumplidos los 20 años, en el estudio. En Cantabria sólo había otra mujer fotógrafa. «Me he pasado horas en el laboratorio desde las 7 de la mañana a las 10 de la noche, saliendo sólo para comer; antes no había horarios», recuerda Fernández. El proceso era largo y laborioso porque había que revelar el negativo, lavar, secar y retocar, cada copia. «A oscuras y con la luz roja, yo siempre decía que estaba en la mina», se ríe.
La fotógrafa recuerda a su padre como un hombre meticuloso y muy mañoso. «Teníamos una fórmula de revelado exclusiva y sacábamos un partido a las fotos impresionante. Conseguimos unos tonos calientes de retrato en blanco y negro muy buenos; otros no daban con ellos». Ese fue, asegura, uno de los motivos por los que el estudio fue cobrando fama en Reinosa y fuera de Cantabria.
Otra de las causas, a juicio de Carmen Fernández, era el minucioso retocado de foto. Los únicos que lo hacían. «Quitábamos arrugas y manchas con un fino lapicero de punta de alfiler; corrigiendo punto por punto el negativo y luego la foto. Éramos muy clásicos». La técnica se lograba a base de trabajo y de experimentación: «Yo había fabricado muchas plantillas de cartón para dar más o menos luz, más o menos exposición, para encuadrar mejor la foto... Con la práctica lo fui perfeccionando». Todo se hacía de forma artesanal y entre la familia. Su marido, Jerónimo Gómez Ahumada, también trabajaba en el laboratorio.
Compraban el mejor cartonaje que se fabricaba en Madrid y disponían de buenas cámaras de fuelle y ampliadoras. Una de ellas, procedente de New York, se encuentra actualmente en La Casona. En los tiempos de la posguerra las placas eran de cristal «y para conseguir dos cajas de estraperlo mi padre tenía que ir a Barcelona y manipularlo con delicadeza; si una placa se rompía había que volver a repetir».
El paso al color
Carmen, con 83 años en la actualidad, rememora cómo la revolución del color le alivió de trabajo porque los carretes se enviaban a otros laboratorios. Pero el resultado no se podía comparar al manual. «No encuadraban bien. Al principio la técnica no estaba totalmente perfeccionada y las fotos se decoloraban. Yo me he llevado muchos berrinches», explica.
Se retiró de la profesión poco antes de llegar la imagen digital y su difusión a escala mundial en la red.
Ahora sabe que los cánones de calidez y nitidez se miden en megapixeles y que al alcance de cualquier persona se encuentran programas para retocar y mejorarlas fotos en cuestión de segundos.
Pero eso ya es otra historia. Para ella la verdadera magia se producía en el laboratorio cuando la imagen surgía lentamente bajo los líquidos de revelado. Sin duda, prefiere su reinado en la era del blanco y negro.
Comentarios recientes