Siderurgia en Campoo

Museo Etnográfico El Pajar

Las ferrerías del siglo XVIII, precursoras de la moderna forja
Un paseo entre las doce escultu­ras que se encuentran en la ribe­ra del río Ebro en pleno corazón de Reinosa da pie a la meditación acerca de la siderurgia en nues­tra Merindad. Su creador, el escul­tor Agustín Ibarrola, junto con los profesionales del taller de gran forja de Gerdau, han reflejado las características físicas y la forta­leza de las gentes que trabajaron y forjaron el hierro.
 
La ilustración recrea una ferrería del siglo XVIII. Museo Etnográfico El Pajar.El principio de la siderurgia es­tuvo en las ferrerías, primeras ins­talaciones donde se transforma­ba el mineral de hierro en metal. La toponimia deja constancia de la existencia de venas metalíferas en forma de óxidos a flor de tierra en lugares con la denominación de Herrera, Cuenca Herrera o Ruerrero (de ‘Rivu Ferrariu’). En Celada de Marlantes durante una excavación arqueológica se encon­traron restos de escorias y obje­tos de hierro, testimonio de la pre­sencia de ferrerías o fraguas en tiempos de los cántabros. En Julióbriga también han aparecido restos de escoria.
 
La primitiva producción de hie­rro estuvo basada en una técnica muy rudimentaria, denominada de altura o de viento. Las ferrerías se instalaban en las proximidades de los veneros de mineral o en las cercanías de las zonas boscosas para poder asegurar el abasteci­miento del gran volumen de car­bón vegetal necesario. Su reduc­ción se realizaba en unos hornos bajos, semienterrados, construi­dos a base de muros de piedras y recubiertos en su interior de ar­cilla lo más refractaria posible. Se orientaban hacia los vientos pre­dominantes, y la técnica emplea­da consistía en cargar en el hor­no capas alternativas de mineral y carbón vegetal. Para facilitar la combustión, las primeras capas de mineral se cribaban, aumen­tando de grano en posteriores ca­pas. Se ayudaba a la combustión mediante la inyección de aire constante suministrado por unos fuelles de piel de cabra o de oveja, movidos a base de gran esfuerzo con las manos o con los pies.
 
El mineral, una vez reducido y separado de la ganga o escoria, era extraído del horno y llevado sobre un yunque donde era fuertemen­te golpeado con ayuda de pesados martillos (porras) con el fin de qui­tarle las escorias remanentes, com­pactar el metal y darle la forma y acabado final deseados. El hierro dulce así obtenido era de muy bue­na calidad, pero el proceso daba muy bajo rendimiento, pues se perdía entre las escorias la mitad del metal empleado.
 
Hasta el siglo XVII no se utilizó el agua de los ríos para mover las ruedas hidráulicas de las ferrerías. Este avance tecnológico hizo que fueran trasladadas del monte a la ribera de los ríos, buscando la energía hidráulica capaz de mo­ver en un principio los barquines (fuelles) suministradores de la gran cantidad de aire necesario para la combustión y más tarde los pesados mazos de cola que golpea­ban rítmicamente sobre el yunque para forjar los metales.
 
Las dependencias o instalacio­nes de una ferrería generalmente estaban constituidas por un edifi­cio principal destinado a sala de fundición y forja, en cuyo interior iban alojados el horno, detrás de él los barquines y junto a él el mazo de cola. Junto a esta sala había compartimentos destinados al al­macenamiento del mineral y del carbón vegetal. Anexos a este edi­ficio y situado a una cierta altura estaba el depósito de agua que iba a mover la rueda hidráulica. Éste era abastecido por el canal que con­ducía el agua desde la represa del río. Esta infraestructura hidráuli­ca finalizaba con el canal de desa­güe que volvía sus aguas al río.
 
El horno alcanzaba temperatu­ras entre 1.200 y 1.300 grados con el fin de poner el hierro en estado pastoso y producir la fusión. Que­daban al final unas escorias flo­tando sobre la masa y en el fondo del crisol, en estado pastoso, una cantidad de hierro que debida­mente apelmazada formaba una bola que era llevada al martillo con el fin de darle la forma final.
 
Estos trabajos requerían la apli­cación de un gran esfuerzo huma­no, y los ferrones eran hombres de gran talla y envergadura capa­ces de soportar, durante las largas jornadas de trabajo, los calores y las pesadas herramientas de su oficio. Al frente de la ferrería se hallaba un maestro ferrón, un res­ponsable del horno, un fundidor o mayador que colaboraba con el hornero en la vigilancia y obten­ción de la colada y preparaba la zamarra de metal para ser traba­jada en martillo, más los peones y aprendices.
 
Para obtener una cantidad de hierro dulce aproximadamente de 150 kilos se necesitaba cargar en el horno 450 kilos de mineral de hierro y 675 kilos de carbón vege­tal. El proceso de reducción dura­ba unas seis horas. La jornada de trabajo era continua, trabajando a turnos de noche y de día. De esta manera, tenían el horno perma­nentemente encendido, lo que evi­taba un mayor consumo de carbón.
 
Una profesión profundamente ligada a la industria del hierro fue la de carbonero, por ser el com­bustible empleado el carbón vege­tal. Era considerable la cantidad de madera que se necesitaba para abastecer a las ferrerías. Se pue­de afirmar que esta fue una de las causas de la deforestación que su­frieron nuestros bosques y ante tal amenaza las juntas vecinales tuvieron pleitos con los propieta­rios y se opusieron a la implanta­ción de nuevas ferrerías.
 
La primera ferrería de la que se tiene noticia fue la de Pesquera, co­nocida con el nombre El Gorgollón y establecida en 1752. Su propieta­rio fue Marcos de Vierna Peñón. En 1847 producía entre 126 y 140 to­neladas que se enviaban a Tierra de Campos. En 1840 trabajaban en la ferrería cinco operarios y trein­ta carboneros y movían 2.500 ca­rros para todo el sistema de pro­ducción y traslado del mineral des­de Requejada.
 
La de Bustasur, en Las Rozas de Valdearroyo, conocida como La Pendía, fue construida sobre un an­tiguo molino en 1760 por Luis Collantes Velasco. Producía 119 tone­ladas. La del Verrón, fundada por Joaquín Antonio Díaz Zorrilla ha­cia 1754, estaba en Horna de Ebro. Luis del Cuero fue el dueño de la de Santiurde, levantada en 1779.
 
Todas ellas tuvieron su deca­dencia a finales del siglo XIX. La revolución industrial llevó a una paulatina desaparición de las fe­rrerías, sustituyendo el horno bajo y abierto por los altos hornos y posteriormente los trenes de la­minación.