A diferencia de lo ocurrido en otras regiones norteñas, como Galicia, Asturias o el País Vasco, la primera industria cántabra del vidrio, hace ahora siglo y medio, eligió ubicarse en el interior, y no en la costa. Tan aparentemente anómalo, comportamiento parece haber obedecido, sin embargo, a muy poderosas razones, tanto técnicas como, sobre todo, empresariales. Porque lo cierto es que, ya desde finales del siglo XVIII, y apoyándose en la excelente formación química y mineralógica recibida en el entonces muy novedoso e ilustrado Real Seminario de Vergara, Luis Collantes y Fonegra, oficial de Marina retirado y conocido de Jovellanos (que hubo de visitar su casa reinosana y su colección de minerales en 1797), había descubierto en Las Rozas una mina de lignito de abundancia y calidad al parecer nada despreciables.
Alejada de la costa, sus productos debieron ver limitados sus mercados, durante más de cuarenta años, a los de las fraguas locales y, algo más allá, a la fábrica de cañones de La Cavada y a la de algodón de Torrelavega, hasta el punto de que, hacia comienzos de los años treinta de la centuria siguiente, y muerto ya Luis, las labores debieron verse canceladas.
Unos pocos años más tarde, en 1838, será registrada de nuevo por sus hijos Luis, Mariano y Antonio Collantes Bustamante, auténticos capitanes de industria, sobre todo el último, en Cantabria, Asturias y Castilla, además de políticos progresistas de la primera hornada. Convencidos de que, en un contexto de despegue de la minería carbonera de Asturias y de Palencia (en donde los Collantes, por cierto, debieron competir con otra familia reinosana, la de los García de los Ríos), los comunicacionalmente enclavados lignitos de Las Rozas únicamente resultarían rentables sobre la base de su utilización in situ, optarán en un principio por instalar allí mismo un horno alto para la obtención de hierro. Bien pronto, sin embargo, tal proyecto se verá sustituido por el de una fábrica de vidrio plano, efectivamente instalada en 1844-1845, bajo la denominación de La Luisiana, en la confluencia del río Virga con el Ebro. Además de razones comerciales, debió pesar en tal decisión la posibilidad de utilizar a buen precio las calizas litográficas y las muy blancas y puras arenas de las inmediaciones, además de, como fundente, el sulfato de sosa que los propios Collantes habían comenzado a explotar en Cerezo del Río Tirón (Burgos).
La nueva fábrica, cuyas ruinas deben encontrarse aún bajo las aguas del embalse del Ebro, no demasiado lejos de su orilla, tenía una altura de más de cuarenta pies en su nave principal y albergaba varios hornos de fundición en crisoles y otros varios de aplanar, además de 35 viviendas para los trabajadores. La construcción de estas últimas llama la atención acerca de una circunstancia habitual en la industria vidriera española del momento y que, en el caso de la campurriana, habría de tener consecuencias trascendentales en el futuro. Porque lo cierto es que las características del proceso de trabajo en la época, asentado sobre el soplado a pulmón, hacían que el peso de los trabajadores resultase esencial en la formación de los costes y en la propia dinámica general de las fábricas. Y estos excepcionalmente cualificados trabajadores, aquí como en otros lugares de España, parecen haber sido en buena medida extranjeros (franceses y belgas, especialmente), muy exigentes en materia de salarios, tanto directos como indirectos (vivienda, gastos de viaje, etc.) Las dificultades de su reclutamiento, unidas a la estrechez de la demanda de las ciudades del interior castellano, parecen haber configurado lo esencial del escenario en el que La Luisiana hubo de funcionar durante más de veinte años, sometida a muy fuertes oscilaciones en materia de producción hasta que, a mediados de los años sesenta hubo de verse prácticamente paralizada.
A finales de esa misma década, sin embargo, y muerto Antonio Collantes y retirado su hermano Luis, la fábrica será arrendada por un nuevo personaje, Telesforo Fernández Castañeda, reinosano que ya desde 1855 se encontraba al frente de su gestión y que, desde entonces, y por su cuenta, había iniciado una meteórica carrera empresarial (especialmente en negocios mineros y de contratas de madera para el ferrocarril del Norte) y política (será alcalde de la villa en 1869 y senador en 1886). Al calor del incremento de la demanda consecuente con el despertar urbano de las ciudades castellanas, Telesforo ampliará muy sustancialmente la capacidad productiva, por la vía de abrir otras dos fábricas en 1871: La Cantábrica, en Arroyo de Valdearroyo, destinada igualmente a la fabricación de vidrio plano, y la Santa Clara, en Reinosa, orientada hacia la elaboración de vidrio hueco.
Con ello, Telesforo pasaba a configurase como el primer fabricante español de vidrio, y Campoo, a constituirse en el principal complejo vidriero nacional, con la tercera parte del vidrio plano y, en lo que hace al hueco, con una producción superior a la mitad de las importaciones. El espacio productivo así configurado continuaba asentándose sobre las materias primas locales (arenas, calizas y lignito), pero aparecía articulado por un pequeño ferrocarril entre las minas y La Luisiana y, sobre todo, por una carretera entre Las Rozas y Reinosa, abierta también por nuestro hombre. Una buena parte de la población activa no agraria de la comarca parece haber dependido de él: unos 120 trabajadores en empleo directo y más de quinientos en trabajos indirectos y eventuales, especialmente en materia de transportes. Con razón, entonces, escribía un anónimo redactor reinosano, a mediados de los años ochenta, que "el solo anuncio de que sus fábricas pudieran pararse produce verdadero pánico".
Y eso es precisamente lo que habría de ocurrir en las décadas siguientes, por más que paradójicamente se produjese en un contexto de crecimiento inusitado de la demanda a escala nacional. Las razones de ello debieron ser múltiples y variadas, tanto desde el lado del mercado como desde el lado de los costes de fabricación. En lo que al primer aspecto se refiere, los vidrios campurrianos se veían obligados a pagar, como consecuencia de su localización, unos transportes demasiado caros, tanto por carretera como sobre todo por ferrocarril (con unas tarifas, este último, nada adaptadas a las específicas características de los productos), circunstancia que les impedía luchar rentablemente con los vidrios extranjeros, los cuales, a favor de unos aranceles aduaneros particularmente bajos (en el marco de la política librecambista inaugurada por el arancel de 1869), estaban en condiciones de colocarse en el mercado español a precios muy competitivos. A ello venían a añadirse unos costes comparativamente superiores, como consecuencia ante todo de los elevados salarios de la mano de obra extranjera, tan escasa y cualificada que parece haber estado en condiciones de imponerlos. El resultado final y combinado de todo ello debió ser un margen mercantil tan estrecho que La Cantábrica y la Santa Clara hubieron de apagar sus hornos a finales de los años ochenta.
A comienzos de la década siguiente, en 1891, y seguramente en relación con el cambio de política aduanera canovista, netamente proteccionista, un Telesforo envejecido y cansado de la lucha parece haber optado, no obstante, por relanzar los trabajos, creando la sociedad anónima Vidriera Reinosana en unión de sus cuñados y sobrinos, lo que, además de una significativa ampliación de capital (hasta las 660,000 pesetas), hubo de suponer la entrada en el negocio de la también reinosana familia de los Merino de la Mora, con uno de cuyos miembros, Genara, había enlazado matrimonialmente con anterioridad. Ello, sin embargo, no parece haber resuelto durablemente la atenazante situación anterior. La esperanza abierta por la inauguración en 1894 del ferrocarril de La Robla a Valmaseda, que en principio pudiera haber facilitado el acceso de los vidrios campurrianos al pujante mercado bilbaíno, debió verse frustrada como consecuencia de la instalación a orillas del Nervión, en 1892, de la fábrica de Larrúaco, mucho más grande y moderna. Además, la muerte de Telesforo en 1896 parece haber atizado las diferencias entre sus herederos. Los Merino, ganadores de la contienda familiar y empresarial, parecen haberse inclinado por recortar la capacidad productiva, cerrando de nuevo La Cantábrica y la Santa Clara en 1897, lo que significaba tirar la toalla ante el recrudecimiento de la competencia consecuente a la ampliación en 1901 de la fábrica bilbaína, a la creación de otras dos grandes fábricas en Gijón, un año antes, y a la fundación, en 1905, de un nuevo establecimiento en Mataporquera, sostenido por industrial Montañesa, iniciativa empresarial acaudillada por Casto de la Mora y Obregón.
La saturación de los mercados españoles y la auténtica guerra de precios desatada entre las empresas, españolas o extranjeras, actuantes en el país, parecen haber conducido, desde 1904, a la formación de ententes (o, en los términos de la época, sindicatos) capaces de salir al paso de la mutua destrucción de los contendientes por la vía de la reducción de las capacidades y de la cartelización del mercado: así, la Agrupación Vidriera Española (1906), la Unión Vidriera de España (1908) o la Asociación de Vidrierías de España (1914), promovidas en todos los casos por el gran grupo francés Saint-Gobain, actuante en nuestro país a través de Cristalería Española. Para el complejo campurriano, ello hubo de significar la apertura de un proceso de incertidumbre productiva y de actividad discontinua, agravada además por la inclusión de una de sus fábricas, la pionera de La Luisiana, en el área anegable del entonces proyectado embalse del Ebro, que conducirá a su clausura definitiva en 1913.
La dominadora presencia del grupo Saint-Gobain hubo de manifestarse igualmente en la formación en 1916 de Vidrieras Cantábricas Reunidas, por fusión de Vidriera Reinosana e Industrial Montañesa. Por tal operación, que elevaba el capital social a los tres millones de pesetas, la totalidad de las fábricas campurrianas (La Cantábrica, Santa Clara y Nuestra Señora de Guadalupe) pasaban a caer bajo la órbita del grupo francés, presente ya en Arija desde comienzos del siglo. Intensamente renovadas, volverán a hacer algunas campanas durante la primera mitad de los años veinte.
Pero era el canto de cisne. El grupo Saint-Gobain, consciente sin duda de la obsolescencia tecnológica de todas ellas, incapaces de adaptarse a los muy nuevos procedimientos mecánicos norteamericanos, optará en 1925 por irlas cerrando, en beneficio de la muy moderna fábrica, también de su propiedad, instalada entre 1925 y 1928 en Vioño (Renedo de Piélagos).
Con ello habría de entrar en crisis definitiva lo que, durante el último tercio del siglo XIX había sido, como se ha señalado, el principal complejo vidriero de España, así como toda una cultura técnica y laboral muy específicas, sustituidas casi
coetáneamente por otra, de características muy diferentes y asentada sobre el inicio de los trabajos de la Naval.
Anegada definitivamente La Luisiana y destruidas las instalaciones de la Santa Clara y Nuestra Señora de Guadalupe, lo que hoy queda de todo ello, además de los humildes fragmentos de vidrio esparcidos en Las Rozas, en la orilla misma del embalse, son tan sólo las ruinas de La Cantábrica, en el interior de una finca arbolada de Arroyo, y las viviendas para los operarios que aún se conservan en el borde de la carretera: símbolos de un pasado esplendor y, por ello, merecedores de su reconocimiento público como piezas capitales del patrimonio industrial comarcal y regional.
BIBLIOGRAFÍA
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El impacto del pantano del Ebro".Cuadernos de Campoo, nº 6, 1996.
SIERRA ÁLVAREZ, J., El complejo vidriero de Campoo (Cantabria), 1844-1928. Santander: Cámara Oficial de Comercio, Industria y Navegación de Cantabria, 1993.
SIERRA ÁLVAREZ, J., "El complejo vidriero de Campoo: los orígenes de la industrialización en Cantabria". Cámara Cantabria, nº 4, 1992.
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