La memoria sumergida

José María Martínez Martínez

La Península Ibérica se caracteriza por su gran diversidad geográfica, pero en relación con la disponibilidad de agua presenta una carac­terística común: la escasez del recurso. Bien sea por la insuficiencia de las precipitaciones, por su irregularidad o por el escaso desarrollo de las cuen­cas, una gran parte del territorio debe recurrir a la explotación de las reservas de agua subterráneas o a los de embalses que garanticen el suministro. La construcción de grandes presas se consideró siem­pre un elemento clave en el desarrollo económico de un país cuya agricultura requería del regadío para mejorar y modernizarse. El esfuerzo llevado a cabo en este sentido ha situado a España en el primer lugar del mundo por el número de grandes presas. Hay en la actualidad 1.300 embalses con una capacidad de almacenamiento de 54.304 hectómetros cúbicos, además de otros 120 en fase de estudio o construcción.
 
El embalse del Ebro fue uno de los grandes pro­yectos de la política hidráulica española y, durante muchos años, un símbolo de la misma, asociado a la propaganda institucional que, durante el fran­quismo, ensalzaba estas obras como un símbolo de la "nueva España" auspiciada por el régimen.
 
El impacto social de los embalses ha sido tradicionalmente considerado y con frecuencia aca­llado. En nuestros días, además, son objeto de un notable debate por su impacto ecológico, unido al problema global del agua como un bien escaso ne­cesitado de un consumo racional y sostenible.
 
El problema social de nuestro embalse forma parte en gran medida de la historia. Hoy en día vivimos la realidad del pantano como un elemento definidor de nuestro paisaje y un espacio de nuevas oportunidades económicas. El debate sobre cómo lograr un mejor aprovechamiento de este recurso en la comarca es largo y no parece haber alcanza­do una concreción con entidad suficiente. Quizás el uso de mayor calado estén siendo los trasvases reversibles, con los que se busca asegurar el sumi­nistro de agua potable a la franja costera de Can­tabria y la producción de energía hidroeléctrica a través del embalse de Alsa. Más allá de este eviden­te aprovechamiento, son los atractivos turísticos y los nuevos ecosistemas generados por el gran hu­medal los que aportan valor añadido: espacios pro­tegidos, centros de interpretación, avistamiento de aves, turismo rural, deportes náuticos (en especial el windsurf y el katesurf, de creciente presencia) o la pesca, que en los últimos tiempos ha conocido un curioso debate cuando gentes de otros países han empezado a explotar la abundancia de carpas, especie poco consumida entre nosotros.
 
En cualquier caso, parece que siempre flota en el ambiente la sensación de que el embalse del Ebro tiene un potencial económico aún por aprovechar. Es posible que así sea, como también es posible que en nuestra memoria colectiva perviva el impacto dramático de su construcción y nos resistamos a mirarlo de frente, como si su apabullante presencia nos intimidara y quisiéramos ignorarlo.
 
Cuadernos de Campoo
 
 
 

 
La memoria sumergida
Hay lugares a los que ya sólo se puede regresar a través del recuerdo. Hay gentes a las que borra­ron los rincones por donde discurría su historia, a quienes sólo les queda el recuerdo de un pueblo que los vio crecer y al que no pueden volver para resucitar sus sueños infantiles, ni recorrer aquellas calles que un día estuvieron llenas de vida, o aque­lla plaza donde se celebraban ferias y romerías que hacían olvidar las penurias diarias de una vida de mineros y trabajadores del campo. Ellos ya no tie­nen ese sitio al que acudir, sus pueblos, campos y caminos ya no existen, quedaron sepultados por el fango y el agua.
 
Vieron como sus casas morían sumergidas en un agua que nunca les compensó su dolor. Sintie­ron como su existencia era devorada por un pantano cuyo nombre había sido pronunciado décadas atrás y que finalmente llegó, arrasando todo a su paso y alterando los días de quienes residían en su entorno.
 
En lugares como Medianedo, comenzaron a ver­se aislados del resto de los pueblos inmediatos, las aguas invadieron los caminos y obligaron a sus ha­bitantes a cubrir el paisaje agrícola de barcas tras­plantadas a los campos inundados y a remar para poder salir de allí. Pero aquello no fue suficiente, poco a poco, se anegaron los edificios más bajos, expulsando a sus habitantes con una mochila me­dio llena con la que empezar una nueva vida.
 
Algunos desmontaron sus casas piedra a pie­dra, siendo conscientes de aquel desarraigo forza­do, y con gran tristeza, volvieron a construirlas en terrenos donde la oscura masa de agua no pudiera llegar. Tuvieron que abandonar las tierras que du­rante años les dieron de comer, despedirse de aque­llos vecinos con los que habían compartido sus an­helos. Pero hubo otros que decidieron resistir hasta el último momento, viendo como el pueblo iba ce­diendo a las arremetidas del pantano, abandonado a su merced, y siendo conscientes de que cada mi­rada a esas calles y casas, era la última para el resto de sus vidas. Esa gente que se negó a abandonar su hogar, acudía cada día, tras una larga jornada de trabajo, a dormir a su casa inundada, a la que ac­cedían con una barca que amarraban al balcón del primer piso. En las frías y húmedas noches sentían como el agua lamía las paredes exteriores y poco a poco invadía el suelo de su habitación, mientras escuchaban cómo los muros de otras construccio­nes cedían con un gran estruendo en medio de la oscuridad, convirtiéndose para ellos en el sonido de la destrucción de su infancia y sus recuerdos.
 
 
Ahora, cuando el pantano es un espacio que adorna nuestra comarca, cuando disfrutamos de su paisaje incluido para siempre en nuestro valle, es­tamos obligados a pensar en todos los que perdie­ron sus hogares, los que no pueden pasear por los caminos de su juventud, recordando los lugares en los que se hicieron mayores porque están enterra­dos en una inmensa tumba acuática que cambió su vida para siempre.
 
Medianedo, La Magdalena, Quintanilla son sólo palabras, solamente son recuerdos de unos pocos hombres que ahora contemplan la superficie apa­cible del embalse, pensando que en sus entrañas se encuentra su juventud y que el pasado ya sólo puede existir en su mente, que no pueden ver esos cambios paulatinos que se producen, con el paso de los años, en los espacios de nuestras vidas.
Debemos pensar en aquellos a los que conde­naron a vivir contemplando el vacio que ocupa su memoria.
 
José María Martínez Martínez