La romería de la Virgen de Labra

Cuadernos de Campoo - Nicanor Gutiérrez Lozano

Las romerías han sido y siguen siendo mucho más que un acto religioso, aspecto este que, sin duda, es esencial en su origen y significado. En el medio rural tuvieron un papel claro como elemento de socialización, de afianzamiento de las estructuras de poder (civil y eclesiástico) y de reafirmación colectiva. Constituían a la vez seña de identidad y momento singular para la diversión compartida, elemento este último especialmente valioso en unos tiempos caracterizados por las escasas oportunidades de ocio y fiesta. Las fechas señaladas en el calendario tenían a la vez una jerarquía en función de la importancia, podemos decir numérica, de los potenciales asistentes al evento.
 
El tamaño del pueblo influía en la atracción de su fiesta y, por supuesto, entre todas ellas, destacaban las de carácter comarcal, que concitaban a los habitantes de un importante número de localidades. Este es el caso de la celebrada en la ermita del Labra, considerada patrona del valle de Campoo de Suso y, como tal, lugar de encuentro para todos los habitantes de sus pueblos. Quizás sea conveniente remarcar este dato, porque son casi exclusivamente los habitantes del valle, algunos oriundos emigrados y, a lo sumo, vecinos de municipios aledaños, los que acudían a la celebración. Se trata de una fiesta que reúne a parientes dispersos por los pueblos, a viejos amigos, que permite conocer nuevas amistades y, en no pocas ocasiones, rencontrarse un año después de la última romería. El ámbito de la fiesta es no solo multitudinario, sino intergeneracional, a diferencia de otros espacios de diversión, como los bailes, los bares o los cines, más definidos y selectivos en el tipo de personas que acuden a ellos.
 
La romería de la Virgen de Labra mantiene su vigencia en la actualidad. El carácter de patrona del valle hace que sobreviva con pujanza, ajena a los problemas de otras más locales, languidecientes o casi desaparecidas por culpa del envejecimiento de la población o del despoblamiento rural. La devoción religiosa persiste como motivo de participación para una parte de los asistentes, aunque en los tiempos actuales es la diversión masificada el principal reclamo. Los poderes públicos han tomado un protagonismo esencial como dinamizadores del festejo, volcando su esfuerzo organizativo y económico en proporcionar alicientes que atraigan al mayor número de participantes. El éxito de la fiesta se mide por el número de personas que acuden a ella. La facilidad de desplazamiento provoca incluso la competencia con otras romerías coincidentes en la fecha y, por esa razón, se buscan nuevas formas de diversión y nuevos reclamos. Los espacios se acondicionan para facilitar la instalación de orquestas o puestos de venta; el entorno natural se transforma con referencias permanentes que indican el uso del lugar como espacio simbólico; los repartos de comida gratuita sustituyen, en algunos casos, a las tradicionales cestas de viandas traídas de casa por los romeros; el efecto llamada del festejo atrae a cientos de jóvenes que con sus acampadas amplían la duración de la fiesta Todo esto hace que se diluya su esencia original y que apenas se aprecien, más allá de la localización geográfica y las características del entorno natural, diferencias con cualquier otra celebración similar de cualquier otro lugar. No es algo exclusivo del caso que nos ocupa: la multiplicación de las formas de ocio, la facilidad de comunicación, los nuevos modos de vida, restan originalidad a estas fiestas, que ya no son uno de los escasos días señalados a lo largo del año para celebrar colectivamente, sino uno más entre muchos. Su pervivencia y su sentido se deben, quizás, a que siguen nutriéndose del deseo de mantener las tradiciones junto con la necesidad del ser humano de compartir para sentirse miembro del grupo. Y, por supuesto, al desahogo lúdico, imprescindible para aligerar los problemas de la vida diaria.
 
Cuadernos de Campoo
 

 
La Virgen de Labra, la que la tradición dice que encontró el pastor de ovejas merinas Justo Bazo en Cuesta Labra un 22 de julio de 1615, la que el papa Urbano VIII entronizó como patrona del valle de Campoo de Suso en el siglo XVII, la advocación que cumple en este momento su cuatrocientos aniversario, me trae los recuerdos de muchos años atrás, siendo un niño.
 
Aunque salí de Campoo con un año, en cuanto me pude valer por mis propios medios procuré no fallar durante los veranos a la cita con el valle en casa de mis abuelos, cuando en Camino, cuando en Argüeso. Esta tierra representó siempre algo muy importante en mi vida y a ella retorné, para afincarme, nada más tuve oportunidad.
 
Aquellos veranos fueron inolvidables. Empezábamos por la recogida de la hierba, intentando llenar el pajar, pues había que tener muy presente el dicho: el invierno en Campoo nunca el lobo se lo comió. Éramos niños, pero hacíamos un trabajo insustituible poniéndonos ante la pareja que tiraba del carro, aguantando el calor y las moscas, mientras los adultos cargaban la hierba, yendo con el botijo en busca de agua fresca o pisando la hierba en el pajar para aumentar la cantidad almacenada.
 
Acabada la faena del mes de praos llegaba la trilla, imprescindible si se quería comer pan durante todo el año. En medio de esta labor, o una vez terminada, según el tiempo lo permitiera, llegaba la romería más romería, el día más esperado por todos nosotros, el 5 de agosto, día del Labra. Aunque hay que reconocer que antes ya habíamos celebrado otros festejos en la campa de Somacelada. El primer envite llegaba con la misa solemne del domingo, a la que acudía todo el clero del valle y las autoridades municipales y vecinales. En este día se celebraba el sorteo para establecer el orden en que cada pueblo celebraría su misa de rogativas, calendario que culminaría el día de la Virgen de Labra.

Popularmente se conocía esta fecha como el Domingo de las Cerezas, debido a los numerosos vendedores que en los alrededores de la ermita ofrecían esta fruta, ahora en su mejor momento de maduración. Para nosotros los niños aquello era una tentación permanente e, independientemente de las que nos comprasen los adultos, siempre nos las arreglábamos para apandar algún puñado de cerezas, pese a los improperios de los comerciantes.
 
Luego llegaba el día de las rogativas. El cura del pueblo y el alcalde pedáneo ponían en marcha a los vecinos, que debían asistir obligadamente, al menos uno por familia, como si de obra de concejo se tratase. A la chavalería no hacía falta que nos lo impusieran, pues estábamos deseando acudir a la ermita porque el alcalde pagaba a los adultos la bebida y la comida que se consumiera en las cantinas del camino y las golosinas de los niños. Casi no veíamos el pelo a los caramelos el resto del año, así que no despreciábamos la ocasión.
 
Y llegaba el gran día. La víspera era ya momento de bullicio, preparando la comida que se llevaría a la romería. En el pueblo quedaba muy poca gente cuidando las casas, algún anciano o algún niño castigado por cometer la típica fechoría. A la mañana partíamos todos a la ermita, dicho así, porque se entendía que decir la ermita era decir el Labra y no alguna otra de las que existían por la zona. Una vez dentro de la iglesia, abríamos unos ojos como platos asistiendo a la gran misa, un ceremonial que nunca contemplábamos en el pueblo; luego corríamos al lugar donde se celebraba el baile, compitiendo por conseguir las varillas de los cohetes que anunciaban la alegría del festejo. Al mediodía nos colocábamos a la sombra de los árboles para comer en el suelo, alrededor de la cesta de viandas, disfrutando de un menú que rara vez se repetiría a lo largo del año.
 
Las campanas repicaban a media tarde convocándonos al rosario y a la procesión cantada en torno al templo. Los chavales acompañábamos berreando más que cantando, sin saber muchas veces lo que decíamos. Lo importante era participar. Recuerdo que en uno de estos rosarios, terminada la oración, un muchacho se lanzó a cantar el Ave María de Schubert con una calidad de voz asombrosa. Fue un instante mágico que aún perdura con nitidez en mi memoria. Acabado el acto litúrgico, de nuevo todos a correr, esta vez hacia la campa de la romería, a saltar y brincar, pues a nosotros el baile no nos interesaba, tirando de las trenzas a las niñas, entrando a saco en los puestos de golosinas, jugando, como críos que éramos, a correr entre la gente y hacer alguna trastada.
 
A la caída de la tarde la familia y los amigos, todos juntos, iniciaban la retirada para sus respectivos pueblos, no sin antes comprar unos buenos puñados de avellanas tostás, para los que se habían tenido que quedar guardando la casa. La llegada de la noche nos anunciaba el final de la diversión, o más bien de la romería, porque aún quedaba el viaje de vuelta como un último plazo en el que agotar nuestros cansados pero felices cuerpos. Y la promesa de que el año próximo todo volvería a ser igual.
 
Nicanor Gutiérrez Lozano