Seguramente esta crónica se refiera al Desastre del 98. Las tropas repatriadas de Cuba llegaban por el puerto de Santander; esta crónica relata los hechos que se produjeron en la estación de Reinosa.
Por la estación donde los trenes hacen mayor parada había pasado ya un tren-hospital, un convoy de moribundos hacinados en coches de tercera clase, y los agonizantes tendidos en literas colgadas dentro de algunos vagones transformados en pobres zaguanes de la muerte de los que peleando con bravura por la patria se libraron de las balas enemigas, para caer vencidos por el hambre y las enfermedades productos del descuido y la imprevisión más punibles.
Al llegar a la estación, con paso lento y sordo ruido monótono, sin que ni el silbido de la locomotora turbase aquella monotonía que tanto tenía de tétrica, a las primeras horas de una noche obscura, el tren-hospital parose ante el andén, sin que se abrieran las portezuelas de los coches, sin que nadie se asomara a las ventanillas, sin que voces humanas libremente emitidas, movimientos en el interior... nada delatase la vida de cuatrocientos hombres, gente moza, encerrados en los carruajes, semejando cada uno de éstos un grandísimo ataúd, y todos juntos apiñada procesión fúnebre que helaba de espanto. Cuando se apearon los médicos militares que dirigían el ambulante hospital y aceptaron los espontáneos auxilios, que generosamente deseaban prestar una multitud ávida de aliviar dolores, confortar estómagos y consolar penas a los pobres soldados, el movimiento que se produjo de afuera a dentro del tren -médicos civiles que se daban a conocer a sus colegas militares llevándoles su concurso y ayuda: hombres y mujeres de todas las clases y condiciones, dispuestos a servir caldos, aguas, medicinas, alimentos, a asistir en cuanto se les ordenaba y podían; los socios de la Cruz Roja cumpliendo los deberes de su instituto; sacerdotes yendo de uno a otro coche, prestando auxilios materiales, como todos, y los espirituales de su presencia y sus palabras de consuelo y esperanza... todos solícitos, todos abnegados, sin repugnar servicio- movimiento de ardiente caridad que penetró en aquellos carros cargados de carne enferma, verdadera ciudad doliente, cuyos aves llegaron entonces al exterior poniendo respeto profundo en todos los ánimos -el respeto al dolor, que nadie niega- y el ir y venir vertiginoso de todos compadecidos, tristes: las pocas palabras que se cruzaban entre los de afuera para dar infaustas noticias de los que padecían adentro; quejidos ahogados de éstos; condolencias por doquiera; la camilla en que se transportaba a uno desde el coche en el que se había agravado al vagón de las literas-camas; los santos óleos prevenidos; una atmósfera tal de duelo, que pesaba con pesadumbre abrumadora; todo ello producía impresión penosísima y afectaba honda y tristemente, dejando, al continuar su marcha el tren-hospital. un dejo de melancólica pena que amargaba el alma con todas las amarguras de las grandes desdichas irremediables...
Este tren debía marchar todavía diez y ocho (sic) horas. ¿Cuántos de aquellos infelices enfermos resistirían el viaje?
Y a las cuatro horas de pasar el tren-hospital, se esperaba otro de repatriados que habían llegado en el mismo vapor a España.
- Pero, el que ahora se espera -decían- es el tren de los buenos: el de los que vienen sanos y van a sus casas.
¡Ah! ¡Cómo se deseaba ver a los sanos! ¡Con qué ansiedad se esperaba el tren de los buenos!...
El silbido de la locomotora anunció su aproximación y parecía que en el pecho palpitaba la esperanza. Aquella locomotora lanzó un silbido agudo y prolongado, anunciando el tren de los buenos, como si quisiera amenguar algo la tristeza que habían dejado los otros.
Pero cuando el tren entró en la estación y se detuvo también sin ruido; cuando las portezuelas de los coches se abrieron una a una, pausadamente, sin estrépito; cuando empezaron a bajar al andén poco a poco, con dificultad algunos, vacilantes muchos, sin despegar los labios todos, aquellos mozos que al partir, hace tres años, corrían, saltaban, reían, bromeaban y cantaban; los soldados de este tren inspiraban tanta compasión y producían casi tanta tristeza como los enfermos.
Los buenos parecían espectros de hombres, macilentos, descarnados, amarillos, terrosos. Sin alegría en sus rostros, mortecinas las miradas, cabizbajos, inseguros en el andar, huesudas y carcomidas las manos, mal aviados con los trajes de rayadillo que no pueden mirar ya bien nuestros ojos, sin hablar si no se les preguntaba... ¿Quién creyera que conducía aquel tren seiscientos jóvenes en la flor de su primera juventud?...
¡Ay! Los buenos necesitaban atenciones, auxilios, asistencia casi como los del tren-hospital.
Y se les socorrió y asistió. La caridad es inagotable ¡Bendita sea!
Todo el pueblo prestaba sus auxilios a los repatriados.
Los socios de la Cruz Roja y otras muchas personas llevaban caldo, leche, vino generoso a los coches y solicitaban la asistencia de los médicos. Porque, entre los buenos, los había que no podían bajar del coche y (ilegible).
- Algunos no podrán pasar de aquí -se oía decir a los que auxiliaban- otros se quedarán en el camino, antes de llegar a sus casas. De los que habían bajado por su pie al andén, había en un rincón un buen grupo. Una pobre mujer, pobre de veras, oyendo que el tren de repatriados pasaría a altas horas de la noche, por inspiración sólo de su bondadoso corazón, sin consultar a nadie como obra la caridad, si hubiera podido hacerlo, sin que su mano izquierda supiese lo que daba la derecha, hizo una gran marmita de sopas ¡No tenía ella más!
Y la llevó a la estación, colocándose en el sitio menos visible, repartiendo raciones de sopa a los soldados en escudillas también de ella.
Cuando el primero que las gustó -porque las gustaron con avidez muchos hasta que la marmita quedó vacía- acabada su ración, preguntó cuanto debía -Aquí no se paga nada -contestó la mujer enternecida- Coméi, hijos, coméi, y de salú vos sirva, que yo no puedo daros más.
No faltó quien les proporcionara un trago de vino tras las sopas, y los soldados, como revividos, contestaban ya más cómodamente a las muchas preguntas que les hacían.
- ¿De dónde eres tú? - preguntaba otra mujer a uno en cuyas manos temblaban la cerilla y el cigarro que quería encender.
- De Burgos.
- Pues ánimo, que luego llegas allá, y allí hace tan buen tiempo como aquí, para que te pongas bueno.
- Allí hace más frío.
- Mejor para que se te corten las calenturas o se te quite la disentería que traéis de ese maldito Santiago de Cuba.
- ¿Qué calentura ni que disentería?... Lo que nosotros traemos es hambre.
Los mejores de los buenos venían enfermos de hambre.
Y cuando la corneta tocó llamada, para que los que habían podido apearse volvieran a los coches; cuando el tren salía de la estación para proseguir su marcha por el camino de hierro; por el camino de carros, un coche de dos caballos, con la bandera de la Cruz Roja, se dirigía al hospital de la población, conduciendo dos repatriados enfermos, cuya gravedad no les permitía continuar el viaje a sus casas.
El tren de los buenos iba dejando enfermos graves por el camino.
¡Pobres soldados!
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