Del río a la tabla de lavar en la cocina
Hacer la colada era una de las labores domésticas propias de la mujer y era una tarea ingrata y agotadora. Tenían que pasar horas lavando en las riberas de los ríos, arroyos, lavaderos públicos o privados, en los desvacíes de los molinos o en charcas de desagües de las fuentes del lugar. Todo ello a la intemperie y con las condiciones climatológicas que todos conocemos. Se les cortaban las manos de frío, lo que provocó numerosas enfermedades asociadas a esta labor.
¿Cómo se lavaba la ropa? Toda la ropa se lavaba a mano, con un conjunto de trabajos a realizar, con el fin de extraer de ellas las grasas y otras suciedades por la acción del agua y los jabones elaborados en el hogar con grasas de animales y sosa cáustica que sustituyeron a la arcilla blanca. La ropa sucia se almacenaba durante dos, cuatro o más semanas, según costumbre de la propia casa. Se separaba la ropa blanca, las mudas y las sábanas de la de color y se hacían coladas individuales. El primer proceso era el enjabonamiento y remojo, labor que se realizaba en casa, o en la corriente de agua. Esta consistía en meter toda la ropa en un balde con agua. Si se hacía en casa, se calentaba el agua y se iba enjabonando y restregando pieza por pieza para remover la suciedad, pudiendo estar en este estado hasta un día.
Transcurrido el tiempo del remojo, la ropa se transportaba en el balde de nuevo a la corriente de agua, y allí se utilizaba de lavadera una piedra bajada por la corriente o una lancha de piedra dispuesta para este fin, creando un asiento con otra piedra para acomodar la almohadilla donde arrodillarse, sobre la que se iba sobando y comprobando pieza por pieza. Allí donde perduraba la mancha se restregaba. Esta operación comía mucho los tejidos. Si la mancha persistía se volvía a enjabonar de nuevo, y finalizaba el lavado con el aclarado de la prenda sumergida en el agua para eliminar los restos de jabón y retorciéndola para escurrir el agua. Con la ropa de color se realizaba la misma operación, siendo más costoso eliminar las manchas. Una vez aclarado, se llevaba a casa, donde se tendía al aire en tendales, paredes, espinos, balcones o en la cocina si el tiempo no permitía hacerlo en la calle, hasta estar seca.
Cuando la mayoría de la ropa blanca era de lino elaborado familiarmente y tejido en los telares de la Merindad de Campoo, esta se sometía al proceso del colador, es decir someterla a un baño para eliminar las sustancias que el agua y el jabón no hubieran podido extraer. Para realizar esta colada se diluían en agua caliente sales alcalinas contenidas en las cenizas producidas por la combustión de la leña utilizada en el hogar, las cuales se cernían con esmero para que quedaran libres de impurezas, obteniendo así un mejor blanqueado. Este proceso llevaba casi todo el día: se preparaba el colador, consistente en un dujo de madera o cesta de mimbre que descansa sobre una piedra o losa con pequeñas labras en su parte superior en forma de ramificaciones por donde destila las sustancia hacia el centro y con inclinación hacia la churrata del desagüe. Dentro del colador se colocaban las prendas húmedas y dobladas, dejando en el extremo superior un espacio suficiente para colocar el cernaderu, que era una tela gruesa de lino, sujeta a la boca del coladero, que haría de filtro sobre el cual se depositaban las mozadas de ceniza calculadas para el blanqueado. Previamente se ponía a hervir agua en una caldera, y así dispuesto el colador, con un cazo se iba vertiendo lentamente sobre el cernaderu el agua, la cual se filtraba a través de la ceniza arrastrando sus componentes químicos, que se deslizaban e impregnaban las fibras de la ropa, disgregando y disolviendo en el agua las materias de suciedad. El agua de la colada salía por el desagüe y era recogida por otra caldera de cobre para calentarla de nuevo y repetir el proceso. Se realizaban seis pasadas con agua caliente, otras seis con agua templada y otras seis con agua hirviendo. Transcurrido el tiempo, la ropa se llevaba de nuevo a la corriente de agua y se aclaraba hasta dejarla limpia de todo rastro de ceniza.
Esa especie de lejía resultante después de la colada se aprovechaba para poner a remojo la ropa de color, con el propósito de ablandar la suciedad, pero también se utilizaba para la limpieza de sartenes, pucheros y otros enseres de la cocina. Incluso se lavaban la cabeza las mujeres, y dicen que el pelo quedaba fino como la seda.
Tanto la ropa de lino como la de algodón tenía un mejor blanqueado y perfumado si era extendida sobre un campo limpio y expuesta al sol en las horas del medio día, no dejándola secar demasiado, pues se quedaba curtida. Para evitarlo, tenían que rociar la ropa con agua que llevaban en un cubo, salpicándola con la mano de vez en cuando con el fin de incrementar el grado de blanqueo. En invierno, si había nieve, se extendía la ropa encima de ella y se la dejaba a la helada de la noche. Al día siguiente, cuando levantaba la helada, se recogía casi tiesa.
El último proceso consistía en hacer un aclarado, en la corriente de agua, para eliminar restos de jabón, se escurría la ropa y se la depositaba en un balde para tenderla al aire, o si el tiempo no lo permitía, se colgaba con cuerdas de ventana a ventana, en el frente de la fachada o dentro de la casa.
Una vez seca la ropa, se la planchaba sobre una superficie plana, cubierta con una manta, con planchas de hierro denominadas de cañón. Estas se atizaban introduciendo brasas en su interior. Cuando se instalaron las cocinas económicas se calentaban las planchas encima de la placa. Las mantas no se lavaban en casa, se llevaban al batán, donde se ponían a remojo y abatanaban para eliminar la suciedad. La ropa de paño se lavaba con menos frecuencia; una vez utilizada se ponía al sol para airearla. El mal olor se disimulaba con perfumes y colonias.
La revolución industrial cambió la forma de vestir al abaratarse el precio de las telas, permitiendo tener más prendas y cambiarse de ropa más a menudo, lo que aumentó el volumen de la colada, y comenzó la venta de jabones industriales. Mejoró el lavado de la ropa, sustituyéndose la lavadera de piedra por las banquillas de madera, compuestas por una estructura de madera con una tabla de superficie ondulada sobre la que frotar la ropa, desgastando menos los tejidos, y con un cajón donde arrodillarse. Una vez que las casas tuvieron agua corriente, se lavaba la ropa con más frecuencia en la pila de la cocina con la tabla de madera, que tenía la superficie igual que la banquilla.
A mediados del siglo XX los blanqueantes ópticos como el añil o azulete se utilizaban metiendo una pastilla dentro de un saquito de tela atado con un hilo. Se sumergía en un caldero con agua y se dejaba disolver hasta que el agua cogía un tono azulado. Luego se retiraba la bolsa y se ponía a secar para volver a ser utilizada en otra colada. En el agua resultante se metía la ropa, después de aclarada, dejándola en reposo sobre media hora.
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