Lidio Jesús Fernández (Bolmir, 1945) no ha dejado de estudiar y enseñar desde los cinco años en que empezó a aprender las letras en la escuela de Bolmir.
Alumno de las universidades de Lille y Toulouse, enseña en la Universidad de Orleans y mantiene una amplia actividad Investigadora sobre el cine y la poesía españoles. En el año 1983 fue nombrado titular de Lengua y de Literatura española en la Universidad de París XIII. Investiga en torno a la semiología de Barthes y de Todorov y empieza también sus estudios sobre la obra cinematográfica de directores cántabros. Ha escrito ensayos y libros sobre la pintura de María Blanchard y de Gutiérrez Solana, el habla y la cultura tradicionales en Cantabria y la historia del maquis a través del cine de Camus y Gutiérrez Aragón.
La matanza del chon
El rito y la fiesta ancestral en el pueblo de Olea
Lidio Jesús Fernández Rodríguez. Orleans
El tío Paco, ganadero y tratante en las ferias de Santiago, se había afirmado con el tiempo en un experto de la matanza del chon.
Tanto era así que casi todo el pueblo acudía a sus servicios cuando le llegaba al cochino la hora fatal de pasar del cubil a los varales de la cocina de leña donde colgaban los chorizos y morcillas para ‘curarse’ durante los meses largos de la nieve. El chon, casi el único sustento familiar en la posguerra, proporcionaba jamón, chorizo, lomo, tocino y morcillas que abastecerían las despensas y los pesados arcones del hogar.
Era pues la matanza una especie de institución, y en la posguerra, la base principal de la subsistencia en los pueblos do Campoo.
Y daba de sí, ya lo creo que daba de sí. Los chorizucos aquellos, bien aliñaos con unas patatucas con sebo después de una buena sopa de ajo eran lo esencial de la mesa hasta bien pasado el verano. Estos chorizos se solían conservar en aceite y manteca dentro de unos cántaros de alfarería bien guardados en arcas de roble. Todo se aprovechaba en el chon, del que «eran sabrosus hasta los andares».
Pero volvamos a la matanza y al tío Paco. Allá por la San Martín cuando todavía no se veían los picos nevados, ya se preparaba la faena. «Esti cochinu está ya muy gordu. Hay que llamar al tío Paco», decía la mujer. «Aguarda a que caigan un par de helás, mujer», solía contestar el hombre.
Así poco a poco ya casi en las postrimerías del año, a veces antes, pero a menudo después de Navidad, se formalizaba el día y la hora de la matanza, del sacrificio, del ritual o de la fiesta, si preferís, del desdichado gorrino.
Llegaba Paco Olea (apodo con el que la gente designaba el origen toponímico de mi tío) a eso de las diez con dos cuchillos bien afilados de 30 a 40 centímetros de largo que algún herrero había transformado usando antiguos dalles ya gastados o inservibles.
Los mangos, de buena madera de espino o de fresno, corrían a cargo de Jandro, el carpintero.
En la gran piedra circular de afilar, movida por un pedal, también él se ocupaba de tener los metales del sacrificio bien cortantes y relucientes,
hasta que estuviesen, solía decir, como navajas de afeitar. «El cuchillo, añadía, ha de estar bien afilau pa no hacer sufrir al probe bichu si no lo mismamente necesario». Y en esto era Paco muy meticuloso. Llegaba mi tío en general temprano, con buen paso siempre, casi marcial, bien puestas las albarcas de castaño con tarugos, también de la misma madera (aunque sin gomas ya que las buenas albarcas, según él, debían hacer ruido al pisar).
En los tarugos iban a veces incrustados unos clavos para que no se gastaran al chasquear con las piedras de los caminos.
Así al resonar el ruido monótono pero cantante de las albarcas contra las losas de los corrales se anunciaba la llegada del personaje, cualquiera que fuera la calle del pueblo por donde pasara. Bajaba pues mi tio Paco con aire de conquistador, como alguien muy solicitado y esperado, con la boina ligeramente ladeada de los dias de fiesta, y ritmando el paso con la aijada en la mano derecha, vara de avellano con una punta metálica en su extremo, distintivo del buen ganadero y que no olvidaba nunca cuando acudía a las citas importantes, como las Ferias de Santiago de Reinosa. Ya para entonces en una esquina del colgadizo se había amontonado el bálago, atado en forma de gavilla, que habría de servir para el chamusqueo final del sacrificio del triste animal.
Apenas llegado, Paco Olea se disfrazaba de matarife o de una especie de brujo druida, vistiendo una chambra blanca y con rayas moradas, amplia y bien limpia, que le llegaba casi hasta las rodillas. Aquello era como la señal convenida para iniciar la ceremonia. Pues había en el espectáculo un no sé qué de ritual o de cultural, algo cuyo origen aunque olvidado ya podría venir tal vez de antiguos ritos celtas, sin que faltase cierta similitud con los gestos del cura en la misa, cuyos acólitos éramos ahora todos, chicos y grandes, hombres como mujeres, cada cual en su puesto. El altar, quiero decir la mesa de matar propiamente dicha, de patas cortas, ocupaba ya casi el centro del corral, mientras los convecinos con unos ganchos metálicos, curvos, trataban de tumbar al bicho encima, al paso que las mujeres empuñaban entretanto los calderos para recoger la sangre y los barreños para el lomo, el tocino, la casquería, etc.
Todo el pueblo oía los estridentes y agónicos gruñidos del desgraciado lechón. Momento para nosotros, los pequeños, casi insoportable, ya que al cabo de varios meses de convivencia y casi complicidad entre el corral, la pila, el cubil y los demás animales domésticos, le había ido uno cogiendo cariño al chonuco, tan poca distancia habla entonces entre animales y personas de la casa. En la matanza cada cual tenia su cometido, pero el chamusqueo, que consistía en quemar con paja de bálago, o de heléchos secos recogidos en las brañas al final del verano, los restos de cerdas de la piel del sacrificado animal, era la fase en la que los chavales entrábamos en acción. ¡Y no poco ufanos! Participar en la matanza era todo un honor.
Cerciorados de que el chon ya no respiraba, nos divertía Jugar con el fuego, asi como raspar la piel con trozos de tejas cortantes para eliminar los restos de las cerdas y de la piel chamuscada. No teníamos ningún reparo. Claro que algunas veces quemábamos demás y el tío Paco refunfuñaba y nos mandaba a paseo.
El festín empezaba entonces cuando el destazador, en medio de aquella corte de mujeres, iba separando las partes en los distintos barreños.
Los olores y los colores mezclados hacian un pintoresco contraste con la nieve de enero que aún cubría en parte las esquinas del corral.
Aquello atraía a chicos y a grandes sin que faltaran los bobalicones y el tonto del pueblo; había incluso una parte de deshechos destinada a los perros del callejo, que habían acudido al ruido y sobre todo al olor de la sangre del animal...
La ceremonia tenía ¿cómo no? sus reglas oficiantes. Quien dirigía la matanza era siempre el tio Paco, que no era hombre de poner dos albardas a un burro, ya que él daba las órdenes inflexibles que cada cual respetaba al pie de la letra. ¡Ay de aquel que entrara a destiempo!, lo fulminaba con una mirada de reprobación. Sin embargo a la hora de destazar, las principales operarlas solían ser las mujeres, y entre ellas recuerdo muy bien a la abuela y a la tía Felisa que aportaban cada una a su manera, el fruto de sus largas experiencias de tantos años de matanzas en Olea, el pueblo de mis abuelos, junto a la ermita de San Miguel.
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