Olea esperaba la llegada de las fiestas que presagiaban la primavera con la esperanza de dejar atrás los duros inviernos
En este mirador de la vertiente Atlántica, con su río Camesa, y lindero de la meseta castellana de la cual tiene influencias en el rito marcero, los lugareños deseaban que llegase el mes de marzo para dejar atrás los fríos y el encierro obligatorio del duro invierno, y anhelaban la llegada de la primavera.
Para Julio Caro Baroja «los mozos son los descendientes de los que en otra época salieron con motivo del comienzo del año 'Kalendae Martiae' cantando las 'martiae', anunciando la venida del primer mes dedicado a un dios de la agricultura, después de los meses purificadores».
Son las marzas un canto de alabanza a la naturaleza, al amor y sobre todo rituales petitorios cuyo principal fin era recoger los presentes que la comunidad vecinal daba a los mozos solteros por los servicios que a esta prestaban a lo largo del año. Se cantaban en sábado, y si el último día de febrero no lo era, se celebraban el anterior o posterior más próximo a este, porque al día siguiente en la misa mayor se subastaba el trigo ofrecido para el Santísimo.
Su canto era monódico, con un ritmo lento y no se acompañaban de ningún instrumento musical. El mozo de mayor edad tenía la máxima autoridad dentro del grupo de marzantes, y los más jóvenes, de edades similares, entre los que se encontraban los recién incorporados, con 17 años, daban el relevo en las funciones de los entrados los años anteriores y cubrían las bajas de los mozos que había contraído matrimonio.
El mozo mayor era el encargado de coordinar y distribuir las funciones de los marzantes; los menos dotados para el canto eran los encargados de cumplir la tarea de faroleros, cesteros, bolseros y acarreadores de los sacos, relevándose en el recorrido. Cesteros se nombraban a tres mozos que portarían una cesta de sembradura para el tocino, otra para los huevos y el tercero con un capazo recogería el chorizo. Cuando estas se llenaban eran llevadas a la cantina donde se celebraría después una cena como finalización de las marzas. Los bolseros eran dos, uno recogía el dinero que se daba para los mozos y el otro lo que se daba para el Santísimo.
Los mozos marzantes se congregaban en la cantina para salir al anochecer hacia la casa del cura para obtener la licencia, y una vez obtenida partían hacia el barrio alto y recorrían todas las casas del pueblo sin distinción. Al entrar al corral de la casa cantaban: Marzo florido/ seas bien venido./ Por las buenas mozas/ que nos beben el vino./ Traemos un burro/ cargado de aceite/ para freír los huevos/ que nos dé la gente. Si había moza para pretender se añadían los Sacramentos de amor a la vez que se abría la puerta y entraban los marzantes al portal. En medio del mismo quedaba depositado 'el dao', en platos o fuentes, y el trigo en un celemín o escudilla. Se procedía a rezar un padre nuestro, una salve y el gloria, dentro del más respetuoso silencio, descubriéndose la cabeza los que la llevaban tapada y permaneciendo en pie firme. Al finalizar se recogían las viandas en la cesta correspondiente y el responsable de la casa daba la limosna en dinero siempre para los mozos y en algunas ocasiones para el Santísimo. Si había mozas, estaban obligadas a pagar 'el real de la pandereta', que las daba derecho a que los mozos las sacasen a bailar y las enramasen por San Juan. Después, se despedían los mozos cantando: Esta noble gente/ ya nos dio la limosna/ en los Santos Cielos/ Dios les dé la Gloria.
Finalizadas las marzas, en la cantina se sentaban los comensales y se hacía recuento, presidido por el mozo mayor, de los dineros y los distintos productos alimentarios, así como del trigo. Si lo recaudado no cubría los gastos de la cena, se completaba con la aportación igualatoria de los marzantes; si sobraba, pasaba a los fondos de la mocedad.
La cena consistía en un banquete con las viandas recogidas que eran sacadas a la mesa en tortillas elaboradas con el tocino, el chorizo y los huevos recogidos, acompañadas con pan y abundante vino. Los mozos se colocaban por edad si no cabían todos en la misma mesa.
Al día siguiente (domingo) a la salida de la misa y a la puerta de la iglesia se exponían a la vista de los vecinos, quienes formaban un corro, los sacos con el trigo y el tocino sobrante que se subastaban para comprar las velas con las que alumbrar al Santísimo y abastecer los hacheros de los difuntos. Éstas eran guardadas en un arca bajo llave dentro de la Iglesia, siendo las mayordomas las encargadas de reponer las velas. El mozo mayor, o en quien delegaba este, iniciaba la subasta. Los vecinos interesados iban subiendo de valor hasta que se provocaba el silencio del último rematador que el subastador rompía cuando finalizaba el remate con 'a la una, a las dos y a la de tres'. Decía el nombre del vecino y este abonaba el importe y retiraba el producto subastado. Al sábado siguiente se reunían de nuevo los marzantes para cenar las 'sobremarzas'.
Se cantaron por última vez en este lugar a principios de los años 70 del siglo XX. Las marzas han perdido hoy el rol social que tuvieron durante décadas, y se han convertido en un divertimento folclórico aislado.
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