La estación de la RENFE

Cuadernos de Campoo

La construcción de la red de ferrocarriles fue una de las gestas económicas del siglo XIX. Símbolo de la Revolución Industrial y para­digma de modernización, supuso un extraordinario esfuerzo colectivo cuyas consecuencias alcanzaron a todos los niveles de la sociedad. Como iniciati­va empresarial resultó, en la mayoría de los casos, un ruinoso fracaso, debido a la enorme cuantía de las inversiones y los insuficientes ingresos logra­dos tras la puesta en explotación. Su aportación al proceso de industrialización también es objeto de controversia, debido a la necesidad, más o me­nos justificada, de recurrir a inversores, tecnología y suministros extranjeros que no favorecieron el adecuado desarrollo de la industria nacional. La línea férrea que unió la localidad de Alar del Rey con Santander no fue una excepción. La compañía adjudicataria, Compañía del Ferrocarril de Isabel II, tras poner en funcionamiento la totalidad del re­corrido en el año 1866, terminó en quiebra, siendo incautada por el Estado y otorgada la concesión posteriormente a otra empresa, la Nueva Compañía del FC de Alar a Santander, para acabar, finalmen­te, integrándose en RENFE en el año 1941. A pesar de todas estas vicisitudes, la valoración incuestio­nable es que Reinosa no sería lo que es si el ferro­carril no hubiera llegado a la ciudad.
 
 Julio García de la Puente, hacia 1923.Hoy la estación ha dejado de ser, en gran medida, el símbolo de modernidad que fue has­ta hace unas décadas, lo cual no significa que haya perdido importancia; sencillamente, ha pa­sado a jugar otro papel menos relevante. Y este cambio se nota también en la percepción con la que la gente vive la estación, que ahora compite con otra, la de autobuses, como lugar de tránsito e incluso de ocio. Podemos decir que la estación del ferrocarril es una vieja dama, aún respeta­da, pero venida a menos. Las mercancías, otrora parte importante del tráfico ferroviario, se mue­ven por carretera. Los almacenes se han alquila­do para usos comerciales o de ocio, los andenes ya sólo reciben viajeros, raramente paseantes. Pero el ferrocarril no ha perdido importancia so­cioeconómica, sigue siendo objeto de debate, de interés público.
 
Representa, como siempre, una apuesta de futuro. Este futuro, no exento de cla­roscuros, pasa por la llegada de la alta velocidad, ahora nuevo icono del desarrollo, por la integra­ción de las redes de transporte y por seguir bene­ficiándose de algo que Reinosa siempre tuvo, su situación estratégica como paso obligado entre la meseta y la costa. Pero también en esto aparecen amenazas desestabilizadoras, como la reactivación del corredor mediterráneo a través del País Vasco, o el abandono de las redes de cercanías. Es obvio que el ferrocarril continuará siendo un elemento clave en la articulación del territorio y en esa apuesta todos arriesgamos mucho.
 
Las estaciones del ferrocarril han sido espa­cios siempre significativos desde el punto de vista emocional, aunque en cada época se han vivido de diferente manera, con más o menos intensidad. En el siglo pasado fueron, quizás, los primeros años de la postguerra los más identifica­dos con el ferrocarril y la estación. Ambos están estrechamente unidos, pero la gente los vivía de manera diferente. La estación era algo más que el punto de acceso al ferrocarril, aparecía como un espacio social de relaciones y entretenimiento. Y, en el caso de Reinosa, representaba también una referencia nacional debido al hecho de que los tre­nes hacían "parada y fonda", es decir, un alto en el camino para que máquinas y viajeros repusieran fuerzas, lo que hizo de la ciudad un punto señalado en los itinerarios ferroviarios.
 
 Pedro Luis LázaroNuestros informantes nos relatan la estación como la meta de los paseos dominicales de la fuente de la Aurora a la estación, pero también como un recorrido en sí misma desde el paso a nivel hasta los almacenes de la RENFE, siempre con el mismo objetivo: contemplar el ir y venir de los viajeros por los andenes, sin descartar que la afluencia de paseantes propiciara los encuentros, especialmente entre los jóvenes... El momento culminante llegaba con la parada y fonda. Los viajeros descendían del tren a comer en la fonda de la estación, comprar las pantortillas que ofrecían las "pantorrilleras", algo de lectura en el quiosco con la que amenizar el len­to viaje o, simplemente, estirar las piernas. Siempre cabía esperar un encuentro interesante, especial­mente cuando las chicas de Reinosa se cruzaban con los militares jóvenes y presumidos que lucían sus estrellas en la bocamanga. Otros recuerdos no son tan festivos. Las angustias de las estraperlis­tas, apuradas por los inspectores y los agentes del fielato, o la entrega de cartas a los familiares pre­sos, que, tras pasar por la censura, se depositaban directamente en el tren correo para asegurarse de que partían debidamente a su destino.
 
En épocas más recientes, década de los sesen­ta y primeros setenta, la estación siguió siendo un lugar de encuentro. Ofrecía un espacio público y accesible, a cubierto y, lo que es más importante, con calefacción en la sala de espera. Allí se junta­ban pandillas de adolescentes que aún no accedían a los bares para pasar el rato mientras comían unas bolsas de pipas y, quizás, encendían los primeros cigarrillos a escondidas. Hasta que el excesivo bu­llicio obligaba al operario de turno a expulsarlos.
 
Había trenes especialmente populares, como el "Mixto", así llamado porque transportaba pasa­jeros y mercancías, el "Rápido" (quizás una pura ironía) o el "Correo" en la madrugada, siempre enigmático, última oportunidad de trasnochadores que regresaban a sus casas o primer paso hacia un destino esperanzado.
 
Pero el recuerdo más grabado en la memoria de casi todos los reinosanos de antes y de ahora es el transitar ruidoso de los "mercancías" en la noche, rau­dos en su ir y venir sin detenerse en nuestra estación.