El Desnieve

El Duende de Campoo

Por El Duende de Campoo Año 1957
 
La giraldilla de la torre apunta con su flecha de hie­rro hacia el Sur. La barrena ingente de elevadísima montaña no logra contener el ímpetu de los pardos nubarrones, que vuelan sobre ellas en alas potentes y ligeras de un viento huracanado. La nieve de los gla­ciales se deshace rápidamente; es un arroyo cada sen­dero del monte, y el hilo de agua de los regajales, que se mueren de sed en el estío, se ha convertido en to­rrente vocinglero y avasallador. Inundáronse los ansares; de los altos taludes de las hoces se desprenden con la nieve grandes masas de tierra y piedra, que los turbiones arrastran hasta lo llano de la vega. Rásganse a intervalos los vellones grises de las nieblas en las as­perezas de los picachos, dejando entrever un jirón de cielo de un azul pálido, dando paso a un haz de rayos mortecinos, que hacen brillar por un momento las go­tas de las reciente llovizna, como perlas engastadas en las briznas de la pradera.
 
Siguen avanzando las nieblas; encapotándose más el cielo; la cerrazón del horizonte se hace más espe­sa, sopla el ábrego con menos intensidad, y comien­za una lluvia mansa, menuda, persistente que cala has­ta los huesos.
 
Un viejo experimentado, con fama en la comarca de algunos conocimientos astronómicos, ha salido al hastial, desafiando el aguacero, a observar las per­turbaciones atmosféricas y, de vuelta a la cocina, pro­nuncia ante su mujer, que no aparta la vista de la la­bor que tiene entre manos, este dictamen: “Quedan las témporas de arriba y no habrá que temer más nie­ve este año. Las nieblas de la Colladía se han juntao a las de la Garganta y juntas bajan de vez en cuando a beber en el río grande. En resumías cuentas: Tem­poral pa largo, primavera húmeda, mucha hierba y güen verano”.
 
Es día de mercado en la villa, y las mujerucas de los pueblos, que pasaron la mañana regateando en los puestos de la plaza y en las tiendas de los pasiegos, vién­dolo y manoseándolo todo para comprar muy poca cosa, visto el mal cariz del tiempo, la abandonaron pronto, para retomar a sus hogares, capeando el tem­poral cada quien a su manera y según los medios de que disponía.
 
Un grupo de ellas, en larga caravana y a lomos de pacientísimos borricos, con la cesta al brazo, bien re­pleta de cosas heterogéneas, cubierta la cabeza con la saya tosca salida hace veinte años de los telares de esta tierra, haciendo paso a los jinetes que, envueltos de pies a cabeza en sus largos capuchones, inclinando el busto para defenderse de la lluvia que azota la cara, pasan de largo al trote ligero de sus tordillos y siguiendo de cerca a la enraberá de carros, que pronto dejan atrás, por haberse parado estos a la puerta de la taberna.
 
-Mujer; ¿supiste al cabu, si bajó la Goyanta con lo poco que quedó de la mercancía?
 
-Ayer en cuenta de venir estaba.
 
-Conmigo y con Sidora salió esta mañana; pero, como hizo tortilla al salir de casa... ¿no sabes?
 
-No sé na
 
-¡Hijuca; lo que te hubías reío, si estás allí!
 
-Pos, ¿qué fue ello tú?
 
-Que con la helá anoche estaban como un cristal las pozas de la corralá. Hacíaseme que tardaba muchu y cuando fui a llamala, díjele, mientras que ella vol­vía la puerta pa fuera: Mire onde pisa, tía Goya, que está to mu helao. Hijuca; si bien se lo dije, mejor sa­lió ello. No habíamos andao cuatro pasos, cuando ¡rus! la mi Goyanta esternía en el hielu, los güevos saltando del cuevanu por encima de la cabeza, y ella gritando con rabia mientras se levantaba: ¡Ya se fueron a la po­rra los mis güevos!
 
-¡Mujer!
 
-Hijuca; lo mismo que te lo cuento. Pos mira; des­pués de tó ha salió ganando, por que se libró de la mo­jadura que le esperaba hoy.
 
-Razón tienes; que ni un hilu secu llevamos ya.
 
Y era la pura verdad. El temporal iba arreciando por momentos; el viento soplaba con fuerza cada vez ma­yor; quedaba poca nieve en las alturas y bajaban los ríos que metía miedo.