El viejo arte de hacer pan

Museo Etnográfico El Pajar

La hornera, una construcción vital en el Campoo de otra época

El pan constituía un elemento bá­sico y primordial en la dieta diaria de los hogares con una economía precaria. Antes de la colonización por los romanos, impulsores del cul­tivo del cereal, Estrabón narra en sus relatos sobre la tierra de los cán­tabros que con la harina de bello­tas elaboraban tortas de pan.
 
En la Merindad de Campoo la cosecha no era muy productiva y por ello se hacían panes de mezcla de harinas de diferentes cereales para mitigar el hambre. Durante los años de malas cosechas se re­curría a las arcas de misericordia para recibir grano que les permi­tiera volver a sembrar. El centeno y la cebada se cultivaban en tie­rras pobres y climas fríos, pues el trigo necesitaba un suelo más fér­til. Estos cereales formaban parte de la alimentación como ingredien­tes primordiales del pan. Cuando la cosecha de trigo no era suficien­te se mezclaba su harina con la del centeno y en caso de escasez hasta con patatas cocidas. Con la introducción del maíz se abando­nó el cultivo del borono (mijo), el cual, una vez molido, se amasaba solo o mezclado con otras harinas de centeno o trigo, para que tuvie­ra más nutrientes. La torta de bo­rona se cocía aprovechando el ca­lor de la losa del hogar.
 
Vez para el pan
Los hornos tradicionales se encon­traban dentro de la vivienda jun­to al hogar o en la planta superior, para evitar que el humo asfixiara a sus moradores. Posteriormente, con la llegada de las cocinas eco­nómicas, se habilitó un local, fue­ra de la casa, pero próximo a ella, denominado hornera. De peque­ñas dimensiones, el horno ocupa­ba buena parte del espacio, que­dando el resto para los utensilios necesarios para la fabricación del pan. La mayoría de las horneras eran de propiedad particular, pero también los había de propiedad del Concejo, para lo cual los vecinos pedían vez para su utilización.
 
La construcción de los hornos era muy arcaica. Estaban elevados del suelo por una estructura de ma­dera sobre la cual se levantaba la base del horno o solera, y de esta partía el muro de apoyo de la bóve­da, construida con una masa de ba­rro, paja y cascotes de teja o, poste­riormente, de ladrillos de barro. Los hornos disponían de una sola puerta o boca con unas medidas ajustadas a la entrada de la pala con el pan y de la leña que era ne­cesaria para su calentamiento. En­cima de la puerta tenían una cam­pana que terminaba en chimenea.
 
La elaboración del pan era pro­pio de las mujeres. Había que dis­poner de una fanega de harina, así como de los utensilios necesarios como el artesón, sobre el cual colo­caban la soltadera y encima de ella se manejaban dos cedazos para cer­ner la harina, separándola del sal­vado. La harina allí caída se amon­tonaba abriendo en el centro una pequeña poza donde se vertía la mezcla de agua templada y salada que con anterioridad se había ca­lentado en la caldera de cobre. De ese modo se disolvía el ‘reciento’ (le­vadura), que era masa de la cocedu­ra anterior que poseía ese hongo mi­croscópico que en su estado natural permite la fermentación de la masa. Se batía la masa con las manos y pu­ños y se iba añadiendo harina y agua hasta conseguir que quedase elástica. La bola así obtenida se de­jaba reposar a una temperatura tem­plada, cubierta con la masera, para su primera fermentación.
 
Mientras fermentaba la masa se procedía al calentamiento del horno, utilizando como material combustible los argumizos, esco­bas para proceder al encendido y los astillones, de haya preferente­mente, que pondrían el horno en pompa. Al observarse la bóveda con un color blanquecino se reco­gía la brasa hacia la boca donde permanecía para evitar la entra­da de aire frío. A continuación se procedía a trapear las losas de la solera del horno. Del calentamien­to del horno depende la cocedura uniforme y el sabor final del pan.
 
Terminaba el reposo de la masa cuando se abría sin agrietarse. A continuación se elaboraban los pa­nes. Para ello se cortaba con un cu­chillo el trozo de masa con un peso aproximado de cuatro libras, se le daba forma y se espolvoreaba con harina. Se le colocaba encima de la soltadera hasta terminar la masa, de la cual venían a salir 12 panes y 4 tortas. Reposada la masa, tras la segunda fermentación se procedía a cocer. Previamente la pala se espolvoreaba con harina y se colocaba en ella el pan, practi­cándole unos cortes laterales y un hoyo central antes de ser introdu­cido en el horno. Dentro de él, du­rante el tiempo de cocedura se pro­ducía la tercera fermentación. Tras la cocción se iba sacando cada pan con la pala y se le colocaba de canto en el artesón, cubriéndole con la masera para que sudase. Los panes bien elaborados presenta­ban corteza gruesa y crujiente que ‘sonaba’ bajo el efecto de un golpe con los nudillos de la mano. Para evitar que el pan se endureciera, se le guardaba en el arca del trigo entre el grano hasta su consumo.
 
El crecimiento de la población trajo consigo la necesidad de ma­yor consumo de cereal. Dice el Ca­tastro del Marqués de la Ensena­da (1752) que había cuatro moli­nos sobre el río Ebro, tres de cin­co ruedas y uno de cuatro, y otro sobre las aguas el río de La Pelilla de dos ruedas, los cuales mo­lían regularmente todo el año. Para el abasto del cereal, el lunes de cada semana se celebraba mer­cado de granos que procedían de tierras de Castilla.
 
Ordenanzas y sanciones
El panadero era el responsable de elaborar un alimento básico en la dieta. Las ordenanzas municipa­les de Reinosa del 6 junio de 1874, en el capítulo II, regulaban el ofi­cio del panadero y la calidad del producto. Así se estipulaba que el pan destinado a la venta pública ha de ser fabricado con harina de buena calidad y con exclusión de toda mezcla, bien amasado, coci­do y pesado, bajo la pérdida del gé­nero y demás agravantes en caso de contravención.
 
Además, ordenaba que «todo pan que se venda en Reinosa, sin excepción alguna, debe llevar mar­cado el apellido del fabricante es­crito con todas sus letras, y el nú­mero que indique el peso. Los pa­naderos cuidarán de dar a los pa­nes en masa el peso necesario, para que, cocidos como es debido, arrojen el peso que marca el nú­mero expresado».