Una historia de barquilleros

Museo Etnográfico El Pajar

El juego de la ruleta entretenía a niños y mayores
 
El oficio de barquillero como el de heladero fue una actividad ambu­lante, dentro del gremio de la re­postería, que favorecía el sosteni­miento económico de las familias. Ambos oficios siempre estuvieron ligados, por ser el barquillo el re­cipiente en forma de potes o cucu­ruchos. Por eso, eran también bar­quilleros los heladeros menciona­dos en la publicación anterior.
 
Los barquillos se fabricaban du­rante gran parte del año en las es­pecialidades de barquillo y galle­ta. También se elaboraban ricos canutillos que se servían de ape­ritivos en los cafés más importan­tes de la cuidad de Reinosa, como el Victoria.
 
Los barquilleros salían a la ven­ta con el bombo (barquillera) so­bre sus espaldas, se posicionaban en los puntos de mayor afluencia donde se encontraban los ciuda­danos de paseo, de fiesta, en ferias o romerías, y hacían sonar la ca­rraca de la ruleta para llamar la atención de niños y mayores a sa­borear el rico barquillo.
 
Manuel, nieto del Sr. Cano, en el Museo del Barquillero de Santillana del Mar con los utensilios del oficio. / MUSEO EL PAJARTambién se vendían barquillos en forma de abanico, portados en bandeja, en la estación del tren a la llegada del correo, para los se­ñores pasajeros, sirviéndolos por la ventanilla. La elaboración de los barquillos era obra del propio barquillero, en algunos casos ayu­dado por su mujer o por los hijos, y eran preparados inmediatamen­te antes de salir a venderlos para que se mantuvieran crujientes.
 
El barquillo se hacía a partir de la oblea, fina lámina de pasta crujiente. Sus principales ingre­dientes: harina de trigo sin leva­dura (en algunas ocasiones se compraba el grano, para garanti­zar la calidad de la misma, que se llevaba a moler al molino del tío Botellas), azúcar, agua, aceite y en algunos casos un poco de canela. Se realizaba la mezcla en una cal­dereta donde se ponía la harina y se iban añadiendo el resto de in­gredientes revolviendo hasta con­seguir una lechada homogénea, sin grumos, que se pasaba a una cafetera para dosificar la cantidad necesaria para su tostado en las planchas.
 
Previamente se había prepara­do el hornillo, cajón realizado con ladrillos refractarios, el cual se atizaba con carbón de cok y en su parte superior se colocaba la pa­rrilla que servía de soporte a las planchas de hierro donde se tos­taba la masa. Se despegaba esta con cuidado dándole a continua­ción la forma deseada cuando aún estaba caliente, pues era entonces dúctil, porque cuando se enfriaba se volvía rígida y quebradiza. Así se realizaban los cucuruchos, en­rollando la oblea en un molde de madera de forma cónica y se gira­ba sobre él con un pequeño rodi­llo. Las obleas podían ser dobla­das (abanicos) o enrolladas (canu­tillos). Las galletas, juntando 20 obleas, se cortaban con un serru­cho fino de carpintero. Para dar­les un sabor más dulce, una vez tostados se rociaban con agua azu­carada o miel en almíbar.
 
 
El tueste
Las planchas son dos placas de hierro circulares de unos 22 cm. de diámetro y unos 2,5 cm. de es­pesor, cuyas caras internas tienen un relieve en forma de retícula, con dos largos mangos para evi­tar quemarse en su manipulación, y en el mismo eje que estos y en el extremo opuesto tienen una bisa­gra que cierra las planchas sobre sí mismas. La presión que ejercen las planchas hace que la oblea sea muy delgada. Para tostar las obleas se daba vuelta las planchas para que estas conservaran el mis­mo calor.
 
El bombo era el recipiente para la conservación, transporte y ven­ta de los barquillos. Su cabida es de 5 a 6 kilos. Se compone de un recipiente cilíndrico metálico, pin­tado de color rojo brillante con al­gún dibujo o con el nombre del bar­quillero, y con dos tiras de cuero para transportarlo a la espalda. En su tapa superior, que sirve de cie­rre hermético, tiene en el centro el mecanismo de una ruleta que se acciona dando un impulso con la mano a uno de sus pomos dorados que la hace girar y rozar su len­güeta flexible, elaborada partiendo del cuerno de una vaca, con un aro concéntrico sujetado por cla­villos verticales que salen de la tapa y crean el espacio de cada di­visión que tiene asignado un nú­mero del 0 al 9, quedando entre ellos espacios sin numerar. El giro de la lengüeta hacía sonar un carrasqueo que se iba silenciando hasta marcar la suerte obtenida en la tirada. En los últimos años el juego de la ruleta estaba de adorno, ya que estaba pactado el precio del barquillo. Era habitual la apuesta con el barquillero al nú­mero mayor o menor y la tirada a raya. Previo pago, el cliente elegía el sentido de giro de la tirada. Se hacían tres tiradas y se iba suman­do la cifra, que era la cantidad de barquillos ganados hasta ese mo­mento; pero si en una de las tira­das caía en un espacio en blanco o pintado con una raya, el cliente perdía la cifra acumulada, y podía ser plantado antes de finalizar las tres tiradas.
 
El Sr. Cano tenía dos bombos y una bomba. Los señores Carral, Valeriano y Ángel Miguel (Liborio) tenían un bombo. La bomba se diferencia del bombo en que esta no tiene ruleta y los barquillos se venden a un precio fijo.
 
 
La temporada
La actividad era anual. El Sr. Cano a la venta de barquillos añadía en invierno la venta de castañas asa­das con su vistosa máquina loco­motora, realizada por el reinosano Gaspar Pis. Vendía en la plaza del Ayuntamiento, junto al sopor­tal de la casa del fotógrafo Boyet. Allí estaban también los puestos de la Sra. Victoria, enfrente de la mercería Dña. Elena, Estefanía en el centro, y la Sra. Amancia, fren­te al portal de acceso a la casa.
 
En su puesto ambulante ven­dían los artesanos caramelos ela­borados con azúcar, agua y esen­cias. Para su fabricación disponían de un molde de zinc y eran cono­cidos con el nombre de adoquines y chupones. Había además pirulís de rico azúcar caramelizado y en­vasado en un cono de barquillo con un palillo en el centro para poder chuparlo. También caramelizaban manzanas pinchadas en un palo, y realizaban sabrosas cocadas.
 
La actividad del barquillero es­taba destinada a desaparecer como todas aquellas ventas ambulantes de productos tradicionales con un alto coste de elaboración y un bajo precio de venta. El no ser una pro­fesión viable no tenía por qué ser motivo de desaparición de estas artesanías tradiciones, condena­das a convertirse en producto de fabricación industrial sin dar la posibilidad de poder contemplar la figura del barquillero haciendo felices a niños y mayores.
 

Museo Etnográfico El Pajar
Proaño