La hila y las tertulias en torno a la lumbre

Ramón Rodríguez Cantón

Una de las manifestaciones más interesantes entre las costumbres de Cantabria, está reflejada en las reuniones que tenían lugar en las cocinas de nuestros pueblos bien acogiéndose a la buena disposición de ciertas familias acreditadas o a la de algunos vecinos con posibilidades para hacer este tipo de recepciones y aguante suficiente para cargar con las molestias de rigor.

La etnología, según el profesor Delgado, se ocupa en conjunto de "un grupo de vida", vida de todo tipo, que no tiene en cuenta la magnitud del grupo, sino que estudia, con singular predilección, los más pequeños. El grupo considerado en el caso que vamos a tratar, no ofrece duda en cuanto al reducido número de personas que intervienen; sin embargo, su representatividad es extraordinaria con respecto al pueblo donde se producía.  

Espadando, cardando e hilando de J. G. de la Puente

La celebración de estas reuniones era consecuente con los modos de vida, que forzaban la comunicación entre los vecinos, como ocurría con las celebradas "hilas", con gran poder de convocatoria ya que, en principio, se reunían las mozas para hacer en común esta ancestral labor, ya desaparecida, que consistía, según su nombre indica, en hilar, que es reducir a hilo, como en este caso, la lana y el lino, que ambos fueron productos característicos de nuestra tierra. La "hila" es, pues, "acción de hilar", según la Real Academia, que también recoge otra acepción especial de Cantabria, muy a propósito en este caso: "tertulia que en las noches de invierno tenía la gente aldeana en alguna cocina grande, al amor de la lumbre, y durante la cual solían hilar las mujeres". Dice muy bien la Real Academia con su observación, "en alguna cocina grande", pues no todas servían para estos eventos ya que a la reunión acudían, además de las mozas, "las mujeres hacendosas, las decidoras, los viejos achacosos y los mozos aspirantes a alguna moza de buen ver", según Calderón Escalada.
Estas, pues, eran las veladas más atractivas para los mozos, pues, tuvieras o no "ojeada" a alguna moza, sí tenían la oportunidad de pasar un buen rato, contemplando el giro de las ruecas y el atractivo de las hilanderas. Al fin y al cabo, esta actividad no era más que un complemento, entre otros muchos, de las reuniones en tertulia, como lo era también para los hombres, pintar albarcas a punta de navaja o entarugarlas, preparar palos pintos, cebillas y hasta aperos de labranza. De todo lo que era habitual en el quehacer diario, refiriéndonos a la obra artesana de los hombres y a las labores caseras de las mujeres, se hacía en las cocinas de las casas, que estaban dispuestas para ello y contaban con la querencia de la mayoría. Algunos costumbristas hablan de turnos establecidos entre quienes no tuvieran inconveniente en acoger en su casa a cuanta gente de buena fe quisiera ir, aunque también existieron vetos para algún indeseable. En algunos pueblos, con fuerte influencia patriarcal, hábilmente impuesta por los señores de turno, las tertulias se celebraban en las cocinas de las casonas correspondientes y el amo, satisfecho, sabía que contaba con la adhesión de todo el pueblo.
Pero veamos lo que era una cocina, aprovechando las descripciones que de ellas nos han venido haciendo nuestros escritores regionales. Así es como describe Calderón Escalada una cocina campurriana en el capitulo "La cocina de campana", de su obra "A la sombra del Abuelo":
Ocupaba una parte del primer piso, aun cuando fuera más frecuente que estuviera en la planta baja, unida al portalón por un corto pasillo. "Está a la izquierda, según se sube la escalera, en el ángulo de la casa que mira entre la salida del sol y el mediodía. Es ancha y de mucho fondo, tiene el techo a regular altura, una ventanuca acuartelada con un solo cristal y muy pequeño ...". Nos habla de unas vigas y paredes brillantes de puro ahumadas; Pereda va más allá en la descripción de la cocina de Tablanca: "negras paredes que relucían como si fuera azabache bruñido". Siguiendo su descripción, enumera Don José los más variados objetos que se hallan colgados o adosados a vigas y paredes: la romana para pesar terneros y patatas; cebillas a medio hacer; jarras panzudas, que se utilizan en las grandes solemnidades, carne de la matanza, que se cura al horno y, mencionemos también, aunque ocasionalmente, la de la vaca que se despeñó; y otros objetos como el candil del aceite, las coyundas para uncir, el morral para la caza y los cacharros de la espetera.
Siguiendo, ya textualmente: "En el fondo, sobre una losa marcada por unos maderos de roble empedernido, la lumbre; y, detrás de ella, el trasvasero, encendido casi siempre y chisporroteando a más y mejor, y la hornia rebosando de cenizas"..."sobre la lumbre, el llar de pesadas argollas forjadas en la fragua del lugar y, recogiéndolo todo, menos el humo, (añade con soma) la campana de la chimenea, con el farol y unas conchas de jabón encima de la pusiega..."
Menciona el rosario, de cuentas de madera, gordas como garbanzos, "colocado en su puesto de honor "debajo del rosario, y plegada sobre la pared, la perezosa y a uno y otro lado de la lumbre, los escañiles de roble, de respaldo toscamente tallado y con perfiles o pegolleros, ya hasta con señales bien visibles de haber servido alguna que otra vez para probar el filo de las navajas recien afiladas."
Volviendo con Tablanca, o Tudanca, Pereda destaca el sillón seguido de escabeles hasta cerrar el perímetro de la meseta, que era el reservado a Don Celso y su lugar preferido de entre los de la casa, pues como decía a su sobrino Marcelo: "En invierno, al amor de la lumbre. El comedor lo llamo así porque sirve para cuando se alojan personajes finos como tú, hasta que llega la confianza y se arregla uno tan guapamente en la perezosa de la cocina."
Como es sabido, la acción de la novela "Peñas Arriba", del escritor de Polanco José María de Pereda, da comienzo en Reinosa, precisamente en su estación de ferrocarril, lugar donde se apea Marcelo, que llega desde Madrid para trasladarse nada menos que a Tudanca, en el Valle de Polaciones, lo que hará a caballo, guiado por el espolique "Chisco", que ya le estaba esperando. Pereda hace una descripción del paisaje campurriano que va contemplando Marcelo durante el recorrido:
"Por las noticias, no muy minuciosas que fue dándome Chisco, supe que aquel valle era el de los tres Campoes: el de "Suso" o de Arriba (el más cercano a nosotros); el de Enmedio y el de "Yuso" o de Abajo; y el pueblo grande con la torre en el centro, que se veía en lo más lejano de la llanura, Reinosa, la villa en que yo había dejado el tren y encontrado a Chisco".
Llegan ya de noche a Tudanca, donde les espera Don Celso señor de la Casona, hermano del padre de Marcelo, que residía en la Villa y Corte.
Don Celso Ruiz de Bejos, el hidalgo del que nos ocupamos, era un nombre de ficción del que se sirve el autor, sustituyendo al de Don Francisco de la Cuesta, hermano del escritor Manuel de la Cuesta, nacido en Tudanca en el año de 1808, autor del poema "El Torreón de San Martín de Hoyos", referido a este pueblo de Valdeolea, de cuyo valle parece ser que descendía esta familia. De Don Manuel se comenta que fue quien propuso a Pereda el modelo de Don Celso, como prototipo de hidalgo montañés.
Hagamos mención, siquiera sea de pasada, a las excursiones que Pereda relata por boca de Marcelo, el madrileño, junto con la gente de Tablanca, que se desvive por darle a conocer su tierra. Con la disculpa de la caza y también por disfrutar del paisaje, haciendo visitas de más o menos cumplido, recorren los montes de Polaciones y Puertos de Sejos, llegando hasta los miradores de nuestra vertiente, tan propicios para la contemplación de panoramas como el ya muy conocido que abarca hasta el Mar Cantábrico. También destaca Pereda singularmente la visita que hacen a Don Ángel de los Ríos en Proaño, quien no les recibe en la cocina, sino en los salones de la Casona.
En estas andanzas participa Pito Salces, de nombre Agapito, por mote "Chorcos", hijo de un casero que tenía Don Celso en Reinosa, a quien, en "Peñas Arriba" se le describe como "algo torpe de magín, buen cazador, como casi todos los hombres de aquel valle y muy largo y deslabazado de miembros".
Tanto Pito Salces como Chisco, Don Sabas, Neluco y el propio Marcelo, además de compañeros de andaduras eran contertulios en la cocina de Don Celso, quien, entusiasmado con su papel de patriarca, hablaba de todos como si de hijos suyos se tratara: "este tiene la gracia de Dios para contar cuentos, el otro era un artista pintando albarcas y aquel hombre grandullón sería capaz de cargar sobre sus hombros el Peñón de Sejos". Y Marcelo, persuadido por todos los frentes y encima enamorado, quedó encantado con el ambiente de la cocina, el calor de sus fogatas y el que le proporcionaron los vecinos de Tablanca mientras se exponían, discutían y ventilaban los asuntos de su nueva vida "con el hallazgo de aquélla patriarcal y mínima república, en lo más escondido de una comarca salvaje".
Demetrio Duque y Merino, en una de sus obras más características, "Contando cuentos y asando castañas", nos da una impresión realista de lo que fueron las tertulias en las cocinas de Campoo. Desconocemos el pueblo que eligió y sirvió de muestra para llevar a cabo este magnífico cuadro de costumbres que, además de reflejar fielmente la realidad, conlleva una presentación de personajes que denota conocimiento del ambiente, realizada con un certero sentido del humor, que es nota común en todas sus obras.
Nos da a conocer la cocina del Tío Tanucos, como preferida de la mocedad de la aldea, mérito que se atribuía a la Conce que derrochaba alegría y era el "ojo derecho" de su padre, viudo desde hacia diez años. Eran muchos los asiduos contertulios que acudían diariamente a la cocina en las noches de invierno; así, entre los jóvenes estaban Ugenio, Lito, Foro, Selmo el "Accidentes" y Gorio el "Turbiu" eran los más destacados. Las mozas, verdaderas protagonistas, con la Conce, de cuanto allí se presentaba, eran las hermanas Cleta, Nanduca y Mari Pepa, muy hábiles en el toque de la pandereta y en cantar al "son del parche", además de la Gela, que era la narradora de cuentos más estimada de la reunión, hija del Tío Migio, Cambucos, muy amigo del dueño de la casa y discutidor como había pocos; la tía Nisia, madre de las pandereteras, el Tío Rojo y Mateo el Pinto, venían a ser los asistentes más fijos y distinguidos.
Los forasteros iban llegando a la cocina sin más aviso previo que el ruido de las albarcas en el zaguan y, ya en el interior, los saludos de rigor que se reducían al "buenas noches nos dé Dios" o ''aca estamos todos''. Lito saluda desde la calleja próxima:

Una pierna tengo aquí 
y otra tengo en tu tejau, 
mira, si por tus amores, 
estoy bien esparrancau.

Ya con el pleno reunido, Duque nos trasmite una discusión acerca del dolor de muelas, que era la causa de que aquélla noche no acudiese la Nela. A este propósito da cuenta Ugenio del dolor que pasó una tarde en la romería de Bolmir. Hubo de entrar a rezar en la "ormita" de los Palacios, pero una vez dentro, le dolían más que fuera; haciendo caso del ermitaño, echó cuatro cuartos a la bandeja, pero todo seguía igual. Entonces el ermitaño le dijo que "si no se le había quitao el dolor era porque no había rezao con fe", por lo que Ugenio continúa la narración: "le arrimé al ormitaño una morrá , que le hice dar un grito fuerte y dos vueltas sobre el pie..."
Selmo propone otro remedio: "coges un lagartu verde del añu, lo metes vivo en un pucheru nuevu, tapas bien el pucheru y lo metes al horno y allí lo dejas bien de tiempu hasta que se tueste el lagarto. Lo sacas después y, de tostao que está, se hace polvo. Tienes cuidao de guardar aquel polvo en un papel blanco, cuanto más tiempu mejor y, cuando te duela una muela te restriegas bien con aquel polvo toa la enciba del láu y te se quita en menos de cinco menutos".
Así fue como el dolor de muelas quedó fijado como tema de la noche y la Gela, que solía ser portavoz de la tertulia, salió con un cuento hecho para el caso, relatando la historia de un matrimonio, guapos los dos, aunque el marido llevaba la ventaja porque tenía la "dentambre blanca y sana", ni fumaba, ni tomaba el caldo caliente, ni bebía agua muy fría. "Ella que era una pobretuca de Dios, padecía mucho de dolores de muelas y casi no se atrevía a quejarse"... "Que fueran las muelas que fuera la tristeza, la mujer dio en quedarse lamiuca, lamiuca, y, de guapa que era, se volvió fea y chupá del tóo..."
En resumidas cuentas, que dijo que se moría y se murió y el marido se quedó viudo. "Se volvió tan abandonao de viudu, que ni siquiera se cuidaba de la dentambre que tanto había lucio". Con el tiempo comenzaron a dolerle las muelas hasta el punto de volverse loco. Los vecinos, de acuerdo con el señor cura "establecieron entre ellos una veceria pa por las noches" y una vecina viuda atendía las labores del hogar. Pero las cosas habían llegado a un extremo que comenzó el protagonismo de las fuerzas del mal: se oían voces de ¡ay!,¡ay! y bufidos y entraba un aire caliente como si saliera de un horno. Los gritos desgarrados eran como de ánimas en pena y, según la viuda procedían de la difunta que "viene a pedir que le digan una misa". Todos llegaron a la conclusión de que una misa siempre es buena y, mejor, cantada. Accedió el señor cura, satisfecho con la solución dada al conflicto y anunció una misa solemne. "El viudu estuvo toa la misa de rodillas, sin moverse; y cuando el señor cura cantó el dite misa es ni le dolían las muelas, ni estaba locu, ni ná...". Y al poco tiempo se casó con la viuda.

La Conce decide que Ugenio cuente su cuento seguidamente y que no sea muy largo para que puedan asar y comer las castañas que trajo Lito de Bárcena Mayor.
Ugenio, siguiendo la línea marcada por la defunción del cuento precedente, endilgó su narración lo mejor que pudo:
Un avariento que vive solo, que se muere, que los vecinos se encargan de los preparativos del entierro y quedan aterrados con unos chillidos que atribuyen al alma en pena del difunto, llega su sobrino que, después de buscar, parece ser que inútilmente, por toda la casa, algún dinero bien escondido lo que encuentra es un ratón inquieto dentro del ataúd, sin poder salir, por lo que chillaba a su estilo. Al verlo, la Pepona, exclamó santiguándose: "Un ratonzucu..!  Si no podía menos de ser una cosa así el alma del avarientu".
La Conce pone a disposición de los hombres un fardel de castañas para que vayan mordisqueándolas, como es de ley, antes de asarlas. Todos los jóvenes se entregan a la operación de picar castañas con los dientes, mientras se arreglaba en el fogón un buen lecho entre el rescoldo. En tanto se asan las castañas, comienzan las adivinanzas, que dan lugar a nuevas discusiones, y así llega el momento de entregarse a la tarea, más compensatoria de comer castañas, junto con una hogaza "como rueda de molino", que proporciona la Conce, además del ya consabido botijillo de aguardiente, con lo que se dio por terminada la operación.
Y la tertulia también concluyó, poco después con un "Dios nos sirva a tóos" de la Conce, a lo que Ugenio añadió: "Y si esto ha sin guerra, que nunca haiga paz".
Tras los primeros pasos, calleja adelante, Lito observa que Ugenio se queda rezagado para tener el privilegio de una "despedida singular" de la Conce, por lo que soltó a voz en grito el siguiente cantar:
 

Mozu que quiere a una moza,
a una moza que le quiera,
deja ir el carro pa alante
y él se queda a la rabera.

Fotos: Colección Julio G de la Puente 
Dibujos del autor