Saturio Díez Cayón

Saturio Díez Cayón

    
Nací en Guardo, villa de la montaña palentina, el día 30 de junio de 1919, cuando por el mundo se­ñoreaba la famosa "gripe española", la gran pande­mia, llamada así porque fue la única nación que publicaba noticias al respecto. En España causó la muerte de trescientas mil personas, y en el resto del mundo la de veinte millones, entre los años 1918 y 1919. Por fortuna no fui de los afectados, tampoco el doctor Fleming había descubierto la penicilina, pero sí enfermé de neumonía doble que los médicos del lugar no lograron curar y ante las escasas espe­ranzas de vida que dieron a mi abuela materna, ésta optó por llevarme a Reinosa donde se encontraban mis padres, desde unas semanas antes, buscando un piso para vivir, ya que mi padre esperaba ingresar en la Naval. Así, que al llegar abuela y nieto a la villa campurriana mis padres me llevaron a la con­sulta de don Julio Pérez Arenal, médico de gran prestigio, el cual, con los remedios de la época, me curó a base de ventosas, esto me ocurrió finalizando el invierno de 1920.
    
      Nuestro domicilio estaba en frente del Hotel Universal, cabe el reinosano parque de Cupido; así pues, mis primeros pasos y recuerdos son en este hermoso rincón al que nos llevaban a los niños del barrio. De la memoria, de aquellos mis tres años, algunos me quedaron grabados con gran nitidez, sucesos que nunca he podido olvidar; el primero en el parque, lugar de nuestros inocentes juegos cuando un día nos sorprendió la enorme fosa que habían escavado, de la cual brotaban chorros de agua (más tarde supimos que era para la base de una estatua al pintor Casimiro Sainz, y el agua aflo­raba de un manantial, éste llamado Sorribero vertía sus aguas al Híjar). Otro hecho que me impactó mucho fue el cortejo que acompañaba a los restos mortales del pintor campurriano, fallecido en Ma­drid, hasta el camposanto de la villa, era el año 1922.
 
     Llegó el tiempo de ir al colegio y mi primera maestra fue doña Julianita García Escobedo, su co­legio estaba en la plaza mayor (hoy de España) y, yo era el único niño, todas eran niñas. Al siguiente año pasé al colegio de San Antolín, el maestro se lla­maba Don Timoteo Ruiz, su clase estaba al lado de la fábrica de gaseosas de los hermanos Rodríguez Cantón en la calle de las Fuentes, de aquí pasé en el año 1925 al colegio de San José, de los Hermanos Menesianos; de la mano de mis padres nos recibió el hermano Avelino y me incorporé a su clase de párvulos; fui quemando clases y etapas hasta llegar a la quinta, con el hermano Leopoldo, un chicarrón de Hernani quien además de buen profesor era muy recto; algunos días, tras el recreo, nos solía leer fragmentos de novelas de indios, vaqueros y tram­peros del Canadá. Otras veces nos hacía leerlas a algún alumno; con él pienso que me aficioné a la lectura, droga que nunca he dejado de tomar. En la quinta finalizaba la enseñanza primaria; corría el año 1932 y comencé a preparar el ingreso de pri­mero de Comercio, que aprobé en 1933. Al siguiente empecé a preparar el segundo curso, cuando fui a examinarme suspendí en una asignatura que debía aprobar para poder examinarme del resto. Esto me desanimó bastante y meses después ingresé en la Cenemesa, a finales del otoño de 1934, como apren­diz. Por estas calendas estrené pantalón largo; tam­bién empecé a frecuentar la Juventud Católica, donde pasaba buenos ratos de mi tiempo libre, le­yendo libros de una bien nutrida biblioteca, otros ratos la lectura la alternaba jugando con los amigos alguna partida de billar o al dominó; eran momen­tos agradables que repetía con frecuencia. En el mismo piso, el Círculo Tradicionalista tenía su sede. Los domingos, la cuadrilla de amigos, jugábamos la partida en el bar Gaitón, junto al colegio de las monjas, y a fumar los primeros cigarrillos rubios. En la fábrica seguía aprendiendo el oficio de bobinador electricista y estaba bastante contento. Me afilié al Sindicato Católico y más tarde, en la prima­vera de 1935, lo hice en Falange Española. Re­cuerda mi memoria también, que entre los años 1934 y 1935 solía ir con algún amigo a los mítines socialistas al Salón Madrid, recuerdo algunos ora­dores, entre los más destacados estaban, Margarita Nelken, Bruno Alonso y Matilde de la Torre; en otras ocasiones nos agregábamos a sus manifesta­ciones. Asimismo, despierto recuerdos dormidos como la visita que nos hizo Manuel Hedilla a la treintena escasa de falangistas en la ciudad. Tam­bién recuerdo, y no me falla la memoria, que no tu­vimos nunca enfrentamientos, ni verbales ni físicos con la izquierda reinosana. Por mi parte yo me en­contraba más a gusto con mis aficiones culturales y deportivas: formé parte del cuadro artístico de la juventud, jugaba al fútbol, subía montañas, nadaba, boxeaba, peloteaba en el frontón. En la fábrica nos hicieron especialistas bobinadores, nos subieron el sueldo y no había problemas con nadie. Seguía el tiempo avanzando inexorable, y en el cielo español aparecieron nubarrones prestos a descargar su mor­tífera carga y llegó la hecatombe de cuyo año y nombre no quiero acordarme... y el solar patrio, se desgarró en dos zonas: republicana y nacional. Empezaron ambas zonas a cometer actos impropios de una sociedad que presumía de civilizada. Fui de­tenido el 23 de agosto de 1936 siendo puesto en li­bertad provisional, pero debía presentarme todos los días al Comité de Guerra en la Casona. Se rea­nudó el trabajo en las empresas y , yo no me sentía seguro en el taller, entonces planeé, con tres amigos más, evadirnos a la zona nacional, así, pues el 8 de diciembre salimos de Reinosa , a las dos de la tarde, hasta el pueblo de Izara, un descanso breve y con­tinuamos la marcha; el invierno recién empezado, no fue muy malo en la ciudad, había un palmo de nieve, pero en el monte nos metimos hasta la rodi­lla; con muchas dificultades y la noche oscura lle­gamos a un lugar desconocido, tras unas horas de marcha y nos cobijamos en una ladera del monte. Pasamos todo el frío del mundo y amaneciendo vimos un pueblo al que bajamos, era Salcedillo, que estaba abandonado, continuamos por una carretera que nos llevó a Brañosera; aquí nos entregamos a una escuadra de falangistas, nos trasladaron a Ba­rrado, y más tarde a Aguilar de Campoo. Nos lle­varon ante el comandante de la plaza, donde prestamos declaración. En esta villa nos encontra­mos con algunos paisanos evadidos; nosotros cua­tro no nos pusimos de acuerdo para continuar juntos y el grupo se rompió. Uno se fue al Tercio de Mola y dos se quedaron en Aguilar en la Jefatura de Falange.
    
     A primeros de enero de 1937 me fui a Boñar (León) a visitar a mi abuela y tíos. A los pocos días se abrió un frente de guerra en las inmediaciones del pueblo, allí permanecí siete meses realizando servicios en Ia línea en unión de la Guardia Civil y de personas aptas para defender las acometidas de los mineros asturianos, se recrudeció la lucha y lle­garon nuevas fuerzas: un Tabor de Regulares, una bandera de Falange, un batallón de Requetés y ar­tillería ligera.
 
     A los dos días de la ocupación de Reinosa por los nacionales, llegué a casa con mi tío; mis padres ya nos esperaban recibiéndonos con gran alegría después de tanto tiempo sin noticia alguna. Ellos me informaron de la muerte de dos tíos míos, uno en Selaya por un bombardeo de la aviación republi­cana y el otro en el monte Naranco (Oviedo) al frente de una compañía de la C.N.T.
 
     Fue muy breve mi estancia en casa, apenas una semana. Con un viejo amigo, Goyo Palacio, nos en­rolamos en una unidad de Intendencia camino de Santander, pernoctamos en Soto de la Marina y al siguiente día en el mismo vehículo partimos para la capital; sin esperar ninguna orden entrábamos por el Alta santanderino donde fuimos recibidos por una salva de disparos de metralleta sin consecuen­cia alguna para nosotros. El chófer y el legionario nos dejaron, se iban a saber de su familia. Queda­mos solos y seguimos andando hasta llegar al con­vento de las Oblatas, habilitado como prisión: les dimos a los presos la noticia de la inminente en­trada de la División Navarra.
 
      Continuamos bajando para intentar llegar a la cárcel provincial: allí estaba Isidoro Palacio preso. No fue posible debido a una inesperada refriega, en la calle Cisneros, con un coche ocupado por dos gudaris vascos, de la cual resulté herido de un disparo en el estómago; con ayuda de mi amigo volvimos a subir hasta las Obla­tas, en un coche, que allí estaba, fui trasladado a Valdecilla y operado rápidamente, por el doctor García Barón, de dos perforaciones de colon; dos horas después entraba el ejército español en la ca­pital. Dado de alta quince días más tarde regresé a Reinosa. Pasé el mes de septiembre convaleciendo y en octubre me reintegré por poco tiempo al trabajo.
     
     Estrenado el año 1938, a primeros de enero me alisté en una batería del Regimiento de Mallorca, saliendo con dirección al frente de Huesca. Aquí, me destinaron a la Plana Mayor. Ya en Almadén, donde pasé el invierno, teníamos el observatorio en una colina -rodeado de las bodegas del pueblo, abandonadas por la cercanía del frente, nos separaba un canal y un extenso olivar- donde había una ametralladora antiaérea, restos de trincheras abandonadas, y servida por soldados de la Mehala. En una de las bodegas abandonadas teníamos "el dormitorio" que también era el refugio contra los bombardeos a que nos sometía diariamente su arti­llería y aviación. Aquellos meses en Almudévar los pasamos intercambiándonos "saludos" a cañona­zos: nuestro objetivo principal era Santa Quiteria, al este del pueblo estaba el puesto de mando de Josip Broz -quien mandaba una brigada de internacio­nales- que, más tarde llamado Tito, ascendió a mariscal, hasta llegar a ser nombrado presidente de la extinta Yugoslavia. Así mismo recuerdo el frío que llegaba procedente del Pirineo.
 
    El día 22 de marzo la artillería enemiga casti­gaba intensamente nuestro puesto de mando, se le replicó hasta acallarla. Éste fue el preludio de la ruptura del frente que atenazaba a Almudévar, donde fue severamente castigado el enemigo por la artillería y aviación nacional hasta romper su resis­tencia, en las Canteras, su posición mejor fortificada de todo el sector. Abierta la brecha, tras un intenso combate se avanza rápidamente hacia la ocupación de otros objetivos dejando en retaguardia un rosario de pueblos y en poco más de quince días se estable­cía una cabeza de puente en Balaguer, el diez de abril, sobre el río Segre. Durante el largo tiempo que permanecimos en este sector, sufrimos muchos contraataques y tres grandes ofensivas, de ambicio­sos objetivos, con grandes pérdidas en hombres y material de guerra, asimismo las nuestras fueron grandes. Luego, debido al desgaste sufrido por el adversario, hubo un periodo de relativa calma; nos posicionamos en plena huerta del pueblo a orillas del Segre, después de haber ocupado posiciones en diferentes lugares y ser localizados por la mejor ar­tillería de la guerra: sus cañones del 12,40 y 10,70 mm hacían estragos en nuestras posiciones y reta­guardia. El definitivo y último emplazamiento era un edén, en plena guerra: árboles frutales, vides, verduras, almendros; los dueños solían venir a re­coger su cosecha, nos autorizaron a poder coger al­gunas frutas sin estropear los árboles; teníamos agua abundante y un gran río para refrescarnos: eso sí, con mucho cuidado pues sus posiciones en la otra orilla nos podían poner a su alcance.
 
     Balaguer también estaba muy cerca, apenas un kilómetro y podíamos, con permiso, acercarnos a él; allí era lugar de encuentro con algunos amigos de Reinosa que estaban en la cabeza de puente. En los ratos de calma, cuando no se oía el bum-bum del cañoneo, ni el rum-rum del avión, en el empla­zamiento se organizaban partidos de fútbol contra otras baterías. En la posición se construyeron cha­bolas con cañas, muy abundantes. Creíamos que íbamos a seguir en este sector mucho tiempo. Los días se alternaban con golpes de mano, intentos de cruzar el río, que eran rápidamente sofocados, ade­más teníamos cerca de la posición una compañía de regulares. Así pasaban las semanas y un do­mingo me fui al pueblo por ver si encontraba algún conocido. Solíamos ir siempre al mismo café. Allí estaba yo esperando la aparición de alguno cuando empezó un cañoneo al pueblo que se iba acercando al lugar en que nos hallábamos muchos soldados; salimos a la calle, cuando un obús cercano nos hirió de metralla a un montón, a mí me hirió un trozo de metralla en la cabeza. Nos llevaron en tren hasta Avellanes, a retaguardia, al hospital de campaña, anteriormente era un seminario; a los dos días nos llevaron a la mayoría a Zaragoza y un poco más tarde fuimos evacuados a Cestona y Mondariz. A mí me enviaron a este lugar, así que en Santurce embarcamos rumbo a Vigo, desde donde nos tras­ladaron al balneario, convertido en hospital de gue­rra. Aquí permanecí una semana y al cabo de la misma, salí para casa con quince días de convale­cencia, que se fueron volando, y pronto me encon­tré de nuevo en Balaguer. Pasaron las semanas, el verano tocaba a retirada, apenas había novedades que reseñar, tan sólo rompía la monotonía de posi­ciones, amagos de contraataque, bombardeos mu­tuos con los mismos objetivos, lo único a destacar fue el llevar a la batería al Segre en Fraga, allí es­taban nuestras fuerzas en apuros, ante los conti­nuados intentos de envolver a nuestras divisiones hasta el sector de Tremp, en el Pirineo leridano; pu­dimos impedir su ofensiva y regresar a Balaguer. A mediados de noviembre volvieron a llevar a efecto su anterior fracasada intentona; para estas fechas ya se rumoreaba, en la batería, que íbamos a ser re­tirados del sector ya que las dos piezas que aún so­brevivían, a su avanzada edad, estaban a punto de ir al desguace. Se confirmó el rumor y desmantela­mos la posición abandonándola con cierta pena, después de tanto malos y buenos momentos vivi­dos. Al final de noviembre estábamos en Zuera (Za­ragoza) a la espera de recibir nuevas piezas. Pasamos el mes de diciembre acantonados en este pueblo, dedicados a la instrucción, marchas, teóri­cas y organización de la batería.
    
     A mediados de enero de 1939, nos hacen en­trega en Zaragoza de cuatro piezas del calibre 77,24 KRUPP y material de plana mayor; seguimos en Zuera el resto del mes, dedicados al conocimiento e instrucción con el nuevo material; a primeros de fe­brero salimos en tren hasta Lérida, aquí nos instalamos a la espera de recibir órdenes. Nos comunican la incorporación a la 12a División, como artillería divisionaria, formando grupo con otras baterías pe­sadas. El día 18 de marzo salimos hacia el Sur, in­corporados ya al Cuerpo del Ejército Marroquí al mando del general Yagüe; nuestro primer destino es Mérida y a continuación vamos hacia Carrascalejos y Mirandilla (Cáceres); en este pueblo nos ins­talamos, estando dedicados a un mejor conocimiento del nuevo material hasta finales de marzo, que salimos para Valsequillo (Córdoba) a la espera de recibir instrucciones, nos llegan el día 23 del citado mes, entrando en posición a unos kilóme­tros de la carretera Valsequillo a Peñarroya, en la llamada posición "Mano de Hierro", donde el ene­migo nos hace fuego de mortero, al descubrir que emplazamos en las proximidades de las trincheras, resultando heridos tres artilleros. Días después, a la madrugada rompemos el fuego sobre los objetivos señalados por el Mando para la rotura del frente de Peñarroya. A las nueve y media de la mañana, ha­cemos alto el fuego por haber sido ocupados todos los objetivos señalados. A continuación salimos en plan de operaciones y de acompañamiento de la Ia Bandera de Castilla, de legionarios, pernoctando entre Hinojosa del Duque y Belalcázar; reanudamos la marcha que no interrumpimos, salvo en contados intervalos, hasta las diez de la noche, que hacemos alto en la estación de ferrocarril Los Pedroches. De estos dos días de avance recuerdo la penosa impre­sión que nos produjo ver las interminables filas de los que habían sido integrantes de la famosa, ague­rrida y valiente Brigada de Líster, hoy abandonados a su suerte con sus jefes huidos. Sólo nos pedían comida y tabaco. El día 28 salimos, después de comer en frío, siguiendo el avance hacia Almadén (Ciudad Real); acelerando la marcha (se rumoreaba entre la tropa que en esa ciudad manchega se ha­cían preparativos para volar las instalaciones de mercurio) y ocupando la ciudad, quedando con toda la División en espera de órdenes. Del 29 al 31 con­tinuamos en Almadén. Y llegó abril con la gran no­ticia: el fin de la Guerra; por la que tanto sufrimiento y sangre se derramó en los campos y ciudades de España ¿Y ahora qué, de verdad que todo había terminado? No quise hacerme más pre­guntas pero sí el propósito de olvidar tan larga pe­sadilla, a sabiendas de que habría gentes que no perdonarían y otras que no olvidarían nunca.
 
    Almadén, como tantas ciudades y pueblos, salió en masa a festejar el acontecimiento con diversos actos, compartidos con la tropa.
 
     Y nos llegó la hora de partir de la ciudad man­chega, así, el día 3 de abril salimos por carretera, al amanecer, en dirección a Mérida por la que pa­samos, llegando al mediodía a Arroyo de San Serván, donde quedamos acantonados abril, mayo y junio, dedicados a la instrucción táctica y escuelas de especialistas aspirantes a cabos y sargentos. El pueblo, a ocho kilómetros de Mérida, tenía su atrac­tivo; nos acogió con su amistad y disfrutamos de lo que nos ofrecía: el Guadiana, las bodegas de ami­gos que hicimos, la fuente del pueblo (no tenían agua a domicilio) allí acudían también las mozas del pueblo, llegaban los soldados, y sus cántaros... a la espera. El pueblo tenía una cantina y un casino. Las señoritas del pueblo organizaban bailes en el mismo; jugábamos partidos de fútbol, teníamos marchas al río, pasábamos buenos ratos Antonio, Fuster y yo en la bodega del amigo, el cual nos in­vitaba a beber y comer jamón. La cocina de la ba­tería estaba junto a la fuente, entre otras cosas recuerdo de este pueblo la cantidad de mosquitos que pululaban y muy aficionados a bañarse en la perola de la sopa, cuando íbamos a tomarla cerrá­bamos los ojos, para no verlos. Un día, a la hora de la comida, el capitán, pidió un voluntario para la plana mayor del general Yagüe y di un paso al frente, al siguiente día me personé en el matadero municipal de Mérida, allí en vía muerta, estaba el tren de mando del Cuartel General Marroquí (todos los vagones eran primeras), más tarde nos traslada­mos a un piso en la ciudad; yo trabajaba con el te­niente Azcona. Un día de junio, me sentí indispuesto y me llevaron al Hospital Militar; me diagnosticaron paludismo, permaneciendo en el mismo hasta el día 30 que debo salir de inmediato con mi batería, en dirección a Mallorca. En este día, último en Extremadura, esperando el embarque del material y del personal en el tren, saliendo al si­guiente con dirección a Barcelona, a la que llega­mos tres días después, embarcando al siguiente rumbo a Palma. La madrugada del cinco de julio rendimos viaje en la capital balear, donde un nume­roso público esperaba, junto al general de la isla y autoridades, nuestra llegada. Efectuado el desem­barco, la batería se trasladó al cuartel de San Pedro; a mí, en una ambulancia, me llevaron al hospital militar, quedando en el mismo hospitalizado du­rante quince días, siguiendo un nuevo tratamiento de belladona y quinina. Fui recibiendo visitas de mis antiguos compañeros, que no me habían olvi­dado, también me empezaron a dar alimentos; dán­dome con el alta diez días de convaleciente que pasé en Palma. Agotado este permiso me incorporé al cuartel de Jaime I, donde fui destinado, aquí pasé una semana y luego logré un destino en el Parque de Artillería en la sección de Mayoría al mando del teniente Mas y me hago cargo del negociado Hojas de Servicio del Regimiento con el historial de ofi­ciales y soldados. Tengo por compañeros en Mayoría al sargento Martínez, al cabo Cerdá, Peña, Conti, Taltavull y Reynes, estos últimos eran soldados; mi labor era muy llevadera, y el horario de nueve a dos de la tarde; estoy rebajado de servicios y de rancho; comía por 1,50 pesetas en una casa de comidas al lado de la catedral y me proporcionó Amengual, (viejo amigo del frente) una habitación en la calle de San Juan, cercana al paseo del Borne, por 15 pe­setas al mes y pido a casa ropa de paisano, ya que normalmente tenemos la tarde libre. El sargento Martínez, contable de varias sociedades deportivas nos facilitó la entrada libre al frontón Balear, veló­dromo del Tirador y canódromo, los partidos de fút­bol nos costaban la mitad de precio.
 
     Ya sonaban tambores de guerra por Europa cuando, la víspera de estallar la II Guerra Mundial, hubo mucha alarma en la capital al detectarse avio­nes que sobrevolaban la isla; al poco Alemania ocupó Danzing e invadió Polonia, dando comienzo a una larga y cruel guerra.
 
Corría el otoño y la situación en Europa se fue complicando en una lucha sin cuartel; en la isla, a causa de la situación internacional, comenzaron a subirse algunos artículos de primera necesidad, por lo demás la vida seguía su curso -pero atenta a lo que podría suceder- llegaban compañías de teatro, los cines estaban a tope, las actividades deportivas aumentaban; empezaron a llegar barcos con turis­tas, bares y hoteles no daban abasto: la Gran Gue­rra, no tan lejos, no la afectó apenas. En tanto, en lo que a mí se refiere, todo me iba de maravilla, se sucedían los días, del calendario se desprendían otoñales hojas alternando mi trabajo en Mayoría, con buenos compañeros, al mejor conocimiento de la ciudad: descubría sus palacios, sus patios, sus iglesias, sus paseos, sus calas, sus murallas, su in­mensa catedral y todo un pasado en sus barrios góticos y árabes, me pareció en su conjunto distinta a las ciudades que conocía de la península. Al tiempo, empecé a conocer algunos de sus pueblos, Sóller, Manacor, Inca, Pollensa..., seguía visitando a mis paisanos, me saludaban amigos del frente y tam­bién me invitaban a su casa; fiché por un equipo de segunda regional y jugué algunos partidos con él, enseguida me cansé y no volví a dar al balón. En cuanto a mis lecturas, continuaban y mi proveedor fue mi compañero de oficina Taltavull, con el que algunas veces íbamos a presenciar carreras de caba­llos trotones. Discurrían los días y llegó la hora en que decidí licenciarme, al final de la primavera de 1940; poco antes recibí una carta de Londres, en la que el amigo del frente Lucio estaba hospitalizado: su barco mercante había sido torpedeado por los alemanes, me aconsejaba que desistiera de ir a na­vegar, el mar no estaba para bromear; por las mis­mas fechas rechacé un trabajo en una agencia de viajes. Me preparé yo mismo el certificado y papeles concernientes a mi paso por el Regimiento, lo fir­maron el coronel y el comandante de Mayoría; me despedí de Paco, mi paisano y de tantos amigos que dejaba en la isla de la calma a la que despedí con un ¡hasta la vista!
 
     Tras la alegría, por mi regreso a casa, al cabo de unas semanas me incorporo de nuevo al trabajo en la Cenemesa, hasta el verano de 1942, durante este periodo volví a rechazar un trabajo en la Guinea española. A primeros de agosto, llegó a Reinosa una comisión alemana al objeto de reclutar gente para trabajar en Alemania, en la casa sindical for­malizábamos los contratos y a los dos días en un tren especial con personal de la capital y provincia salimos con dirección a ese país; nuestro pueblo nos despidió con la estación abarrotada, nos íbamos a la aventura treinta de sus vecinos, arrancó el convoy y se fue alejando de la ciudad, en la oscuridad de la noche, con dirección a Hendaya, rápidamente se comprueba nuestra identidad y partimos para nues­tro destino. En Metz se detuvo la expedición y pa­samos revista médica, reanudando el viaje hacia Berlín; al siguiente llegamos a la capital alemana; allí estaban los representantes de las empresas donde seríamos encuadrados: la mayoría fuimos destinados a la Reciban (ferrocarriles del Estado), ¿Qué nos espera en este monstruo de empresa? pronto lo supimos, lo primero fue que la labor a re­alizar -me refiero a mí- no se parecía en nada a lo firmado en el contrato. Nos habían alojado en la Hermannstrase, en un edifico de varios pisos. El pri­mer trabajo, donde me estrené, fue en el S-bahn (tranvía): consistía en la reparación de las vías del mismo afectadas por los bombardeos y había que tenerlas dispuestas, muy de mañana, para los tem­praneros usuarios: era de risa, a la voz del encar­gado de la cuadrilla que pedía "fuerza" los raíles no se movían (usábamos para levantarles unas grandes tenazas) no había esfuerzo común. Al poco tiempo nos trasladaron a todos los españoles a un campa­mento de barracas de madera con algunas comodi­dades: había estufas de carbón, lavabos, duchas, comedor y literas para dormir; a pesar de la crudeza del invierno berlinés no pasamos frío; el distrito era Berlín-Neukoll. El jefe de lager era un alemán que hablaba español, aprendido en su larga estancia en Argentina; cada barraca tenía un responsable y el responsable del conjunto era un español -de cuyo nombre no quiero acordarme, que más bien parecía un alemán- y estaban los cocineros, barrenderos, electricistas etc. Recuerdo los diferentes trabajos que realizamos, una cuadrilla de seis personas, entre ellos citaré algunos para muestra: descargábamos briquetas de carbón de un vagón, construimos un refugio contra bombardeos para unas trabajadoras ucranianas, aquí el alemán que nos dirigía era muy "simpático", nos daba un pico y una pala, no había descanso entre una y otra operación, eso sí, la se­ñora jefa de las viviendas ucranianas nos daba diez minutos de descanso y un caldo caliente para rea­nimarnos, nos dijo que ella era católica. Un día, cansado de tanto pico y pala y de ir de la ceca a la meca, arrojé dichos utensilios al suelo y me largué. Lo primero que hice, al siguiente día, fue presen­tarme en la Embajada Española donde me remitie­ron a la Delegación Española de Trabajo, y en ella un joven muy amable se interesó por mi situación y me aseguró que haría lo posible para resolverla; volví otro día y me dijo que en un par de semanas estaría todo resuelto; cuando regresé a la delegación no estaba el joven que me había dado esperanzas, le habían trasladado sin previo aviso a Viena. Des­pués de este contratiempo estuve por Berlín con un alemán, ya mayor, pintando pasos de cebra y todo lo referente a la circulación; a continuación en una barcaza, navegábamos por el río Havel ó el Spree que pasan por la capital, cargada de productos ali­menticios que íbamos descargando, en los almace­nes del muelle. Un tiempo después me enviaron a trabajar a un taller de reparaciones de motores eléc­tricos de los S-bahn, donde trabajaban más españo­les, ocho de ellos eran madrileños, los cuales pasaban más tiempo en una cervecería vecina que en el taller sin que el encargado les llamara nunca la atención, pero una mañana se personó el director y al ver que allí sólo había dos trabajando llamó al alemán encargado, y nos dijo que no volviéramos más, "todos los españoles fuera". Volví a Tempelhof, distrito donde estaba la central de los ferrocarriles y otra vuelta de tuerca, a descargar vagones y a desescombrar en edificios de la empresa que habían sido afectados por los bombardeos. Con este pano­rama a la vista, volví a quedarme en el Lager tran­quilamente a la espera de acontecimientos: había pasado un mes cuando me llamaron por el altavoz para presentarme en la oficina y allí estaba el Lagerführer hablando con dos policías de paisano, de la empresa, con la intención de llevarme a un campo de trabajo, castigado por mis reiteradas fal­tas al trabajo; yo me defendí como pude y se fue­ron, quedando advertido que por ser la primera vez me perdonaban. No hice caso y me marché del cam­pamento al siguiente día y me presenté en la oficina de colocación, después en la del Frente de Trabajo, para intentar mi baja del Sindicato de Metal al que pertenecía, y no me dieron el cambio; así perdí dos ocasiones, poco después, de colocarme en un restaurante para ayudante de cocina y la otra en un hospital de niños, donde un amigo mío de Madrid trabajaba de calefactor, el me presentó a la directora del mismo para que yo fuera su sustituto: se iba definitivamente para España, y otra vez, en pocos días, me pidieron mi afiliación sindical, al dársela nos dijo que era imposible, pues estaba todo muy controlado y no cumplir la ley sería muy grave para ella.
 
     Se me habían agotado mis economías y hube de regresar al Lager; me camuflé como pude de elec­tricista, así, al menos, la comida y la cama estaban aseguradas; pasaban los días, las semanas, los meses y nadie me molestaba: me creí a salvo hasta que una tarde, volvió a sonar mi nombre por el al­tavoz, y en la oficina del campamento me espera­ban el jefe del mismo y dos personas más: fueron breves, debía de volver a Tempelhof o ir al campo de castigo y se fueron; yo, a pensar qué debía hacer y rápidamente me di la respuesta, escaparme a Es­paña. Con esta intención fui varias veces a la Estación Central de donde salían los trenes para París, en principio no me pareció difícil la empresa y des­pués de fijarme la fecha me arriesgué, una noche, a irme; ya en la estación, por un paso de entrada para los equipajes me planté en el andén, allí estaba el exprés Berlín-París y empecé a pasear despacio, sin dar muestras de inquietud alguna..., los viajeros iban subiendo a los vagones y me decidí a subir: cuando estaba a punto de hacerlo me toman del brazo dos señores de paisano y uno me pide mi pa­saporte, respondí a su pregunta que lo había olvi­dado en el lager, me piden la dirección del mismo y van a un teléfono público cercano. En tanto yo me bajo en la estación del S-bahn y en el primer tren que llega me escabullo, hasta hoy, no sé qué cara pondrían al no encontrarme. Regresé al lager para sorpresa de mis amigos, les conté lo sucedido y se alegraron por haber podido eludir a los poli­cías. No volví a pensar en irme, lo creía casi impo­sible y en la barraca quedé a la espera de alguna llamada. Pasé un tiempo tranquilo, nadie me moles­taba, cumplía mi labor cuando de alguna barraca pedían al electricista. Un día me llegué a Tempelhof y hablé con los encargados, lo único que me dijeron es que me avisarían dónde tenía que ir a trabajar. Por esta época me decidí a salir del barrio al objeto de conocer lugares de Berlín y sus cercanías; así, descubrí Potsdam, el lago Wansee, que era la playa de los berlineses en verano y en invierno pista de hielo para patinar, en ambas estaciones estaban siempre muy concurridas. Siguieron mis andanzas berlinesas visitando y recreándome de sus mejores monumentos, sus palacios, catedrales, la famosa Puerta de Brandeburgo y la espléndida avenida de Unter der Linde; en otras ocasiones me acercaba hasta los museos de la isla: allí, en el de Arte Egip­cio estaba el busto de la enigmática Nefertiti. También solía frecuentar exposiciones de pintura, iba al cine, al Palacio de Invierno a ver patinaje artístico y en cierta ocasión me fui al Berolina a escuchar a la cantante Lely Anderson, la famosa Lili Marlen, canción que toda Europa cantaba, y es que, a pesar de los bombardeos, del racionamiento y de los re­veses que sufrían en Rusia, la vida en Berlín era in­tensa en todos los aspectos. Empero, poco a poco, su moral se iba debilitando a medida que las noti­cias de los frentes eran alarmantes y que los aliados aumentaban sus bombardeos con todo el descaro, no se contentaban con hacerlo de noche, lo hacían ya en pleno día. En uno de sus intensos ataques aé­reos causaron muchos muertos; recuerdo que fue en el distrito donde vivía un húngaro, amigo mío, quien había estado en nuestra guerra y a la sazón era intérprete, fui a saber que era de él cuando es­tando ya en su casa, oímos un tumulto de gritos, nos asomamos al balcón y observamos a cientos de personas increpando a alguien, supimos luego que los abucheos y amenazas eran contra Goebbels; también por aquellos días, donde la vida pendía de un hilo, iba paseando hacía el zoo berlinés, cuando conocí a un divisionario español, entramos en una cervecería y me presentó a unos amigos suyos, entre ellos había una mujer, con los cuales pasé al­gunas tardes; enseguida me percaté de su peligrosa amistad: sus amigos eran de la resistencia francesa en Berlín. Supuse que el divisionario lo sabría, él estaba en un hospital de cirugía estética para repa­rarle los destrozos que su mandíbula había sufrido en Rusia, más tarde me informé de su traslado a Dantzig. Cambio de tema, y cuento como iba mi salud, pues nada buena; hacía ya mucho tiempo que sufría molestias de estómago, fui al médico, un español en prácticas, que me detectó una úlcera duodenal y me aconsejó que lo mejor para mí era regresar a España. Yo lo fui demorando, pasaban los días y llegó mayo con una gran sorpresa para mí: me habían trasladado a un taller de reparacio­nes de motores de tanques, ubicado en otro distrito, Berlín Nw, y éramos vecinos, nos separaba un canal y un puente, de la Siemensstad. En un edificio de tres pisos estaba la Schüler Motores, el nombre de mi nuevo destino, en dos de sus pisos estaban las instalaciones y me destinaron de ayudante de un ajustador alemán, el resto de la plantilla la forma­ban tres o cuatro alemanes, varios polacos, algunos franceses, bastantes croatas y cuatro españoles. Te­níamos una casa para vivir, cerca del trabajo, los españoles y croatas en una planta baja, si era cierto que había mejorado en el aspecto laboral: bien re­tribuido, jornada continuada, comedor en la em­presa, no lo fue tanto en seguridad física: la zona era muy peligrosa por la frecuencia de sus bombar­deos -las "temidas fortalezas volantes" americanas- sobre un distrito, donde, además de la Siemens, que era su objetivo más ambicioso, tenían muchas in­dustrias que sufrían sus devastadores ataques. Un día caminaba por su avenida principal y a unos trescientos metros de nuestros dormitorios, me con­movió el espectáculo, en casi un kilómetro habían barrido literalmente decenas de casas, amén de sus muertos. Nosotros, para protegernos, teníamos a la vuelta de la esquina un sótano donde nos juntába­mos con los vecinos de la casa colindante: temblaba el edificio y qué pensábamos cada vez que atacaban la zona, que no saldríamos nadie con vida. En todo este sector había una batería antiaérea que lograba, a veces, derribar alguna fortaleza con la terrible ex­plosión de su cargamento. Así, discurría el tiempo que nos lleva siempre a merced de la estrella de cada cual. En Berlín, al alumbrado público se le ca­muflaba pintando de azul sus farolas, no se adelantaba mucho, pues el "amigo americano" lanzaba sus bengalas iluminando el objetivo seguido de sus bombas fosfóricas y a la vez incendiarias. En algu­nas ocasiones -pocas por supuesto- yo no entraba en el sótano, me sentaba en los escalones de acceso al edificio, a contemplar el espectáculo: ellos, ilumi­nando la noche con sus bengalas, y la artillería an­tiaérea alemana en busca del "pajarraco"; por una vez, sólo por una, presencié cómo uno de ellos se lanzó en picado sobre los cañones: le acertaron... y yo me arrojé al fondo del portal y seguidamente oí una aterradora explosión que conmovió todo el sec­tor, seguido de un silencio de muerte, que cayó sobre la iluminada noche y, a continuación, llama­das angustiosas clamaban a sus deudos... y así éste fue el episodio que viví pero que los berlineses so­portaron estoicamente hasta el final.
 
     La vida seguía su curso: el trabajo en la Schüler que apenas sufrió bombardeos, pero seguían arro­jando "sus envenenados regalos" sobre la Siemens; allí, además de los talleres, vivían los trabajadores con sus familias: era como una pequeña ciudad dentro del gran Berlín: tenían sus tiendas, sus luga­res de descanso, su cine, sus bares, su iglesia y su farmacia. Seguía, en mi tiempo libre, visitando a mis amigos del lager con los que pasaba algunos ratos, recordando otros días más tranquilos o nos íbamos a la piscina pública, aledaña al campamento a nadar. En otra ocasión me llegué hasta Spandau- West para visitar a los hermanos Antolín que traba­jaban y vivían en esta zona; en ella estaba una de las cárceles de la capital (pasados los años aquí acabó, como se sabe, su vida Rudolf Hess, lugarte­niente del Führer). Por este distrito pasaba el río Spree que desembocaba al Havel y éste a su vez, rendía sus aguas al Elba, que moría al Mar del Norte. Así como en el verano del 42 estaban en su apogeo las victorias del ejército alemán culminadas con la ocupación de Stalingrado, donde se estanca­ron y que al final cambió el destino de la guerra, al recuperar la ciudad las tropas rusas, tras una épica defensa alemana en febrero del 43. El pueblo ale­mán acusó el golpe mortal, asestado a sus mejores unidades; seguían combatiendo en Egipto, Libia y Túnez, pero iban perdiendo lo que habían ocupado las tropas de Rommel, vencido, pero no humillado. Se iban acumulando resultados adversos y ya pocos creían en la victoria. Los bombardeos continuaban contra las ciudades principales y lugares estratégi­cos como Hamburgo, Berlín, Dresde (en esta ciudad no había ningún objetivo militar) y otras ciudades causando decenas de miles de muertos y montañas de escombro.
 
     En nuestro distrito seguíamos recibiendo tam­bién sus macabras visitas aéreas pero sin graves consecuencias. Por mi parte, iba haciéndome idea de cómo me arreglaría para intentar salir de aquel Berlín ya casi vencido. En la empresa tenía buenas relaciones con sus responsables, así que un buen día me presenté al jefe de personal: hablamos y le dije que necesitaba un permiso para salir hacia Es­paña, me respondió que era muy difícil, pero no im­posible, decía que la policía de Berlín pondría dificultades; diez días después me llamó y me en­tregó la autorización de la policía, firmada y sellada (aún la conservo); finalizaba el otoño y salí de Ber­lín, al que nunca regresé, dejando en él muchos amigos españoles, alemanes y algunos más de aquella Babel que fuera la capital del III Reich en tiempos de guerra y, camino ya, del ocaso nacional-socialista.
 
     Mi regreso a Reinosa fue celebrado por mi fami­lia y amigos; llegó el invierno y ya acomodado a la vida tranquila pude pasar las Navidades, tras años de ausencia, en familia. Me tomé un año sabático para intentar recuperar mi precaria salud y llevar el régimen que me recomendó el médico; así sin nada relevante pasaban los meses, llegó el verano y me encontraba muy mejorado, recuperé los kilos per­didos, pero seguían mis dolores de estómago. Ya me habían dado de baja en la plantilla de la Cenemesa; llegó el otoño de 1944 y solicité el ingreso en la Naval como administrativo, me admitieron previo examen escrito que aprobé y con fecha 1 de no­viembre pasé a pertenecer a la mencionada em­presa. Comencé mi andadura laboral siendo mi primer trabajo en los almacenes generales; al cabo de unos años pasé a la oficina del taller de artillería; fui destinado más tarde a las oficinas generales pa­sando sucesivamente por las secciones de jornales, materiales, coste, contabilidad y mi último destino fue a la sección de sociología en 1975, donde ade­más de las pruebas psicotécnicas, a los aspirantes a ingresar en la factoría, estaba encargado de la bi­blioteca de la misma, aquí me llegó la hora de la jubilación anticipada con fecha 1 de enero de 1979.
 
     Regresando al túnel del tiempo, quiero recordar algunos hechos importantes de mi larga vida. En mayo de 1951 me casé con Eloína y al año nos nació la primera hija, con el tiempo, formamos una larga lista de hijos, nietos y bisnietos, que son la joya de la vida.
 
     El 2 de octubre de 1954 se inauguró la Casa de Cultura Sánchez Díaz, siendo de los primeros socios de la misma. Años después, en 1955, alternaba mi trabajo en la Constructora la Naval, con la corresponsalía de la Hoja del Lunes, durante una temporada y en enero de 1956 pasé a ser corresponsal del Diario Montañés, informando de las noticias locales y ar­tículos de nuestra ciudad y de sus valles. El 1 de septiembre de 1956 salió a la luz el número uno de la revista Fontibre, órgano de la Casa de Cultura; en febrero de 1957 fui premiado en el concurso de dibujo sobre temas navideños convocado por el ci­tado centro cultural. Empero por estos mismos años se despertaron en mí aficiones dormidas: fui alumno del pintor-escritor García Guinea, campurriano de pura cepa, hasta 1957; seguía colaborando en la revista Fontibre, con artículos, fotografías e ilustraciones gráficas y en 1959, un amigo me dio las bases de unos concursos de lite­ratura, pintura y fotografía: me puse a escribir una novela que resultó ser la ganadora del Concurso Nacional de Novela Corta "Antonio Trueba" 1959 Bilbao. En 1965 me ofrecieron la corresponsalía del Diario Alerta, en la que permanecí tres años más. Fui Flor Natural de las Justas Literarias de Reinosa en 1966. En 1967, a propuesta de la Junta de Trabajo de la Casa de Cultura, fui nombrado secretario de la misma, al cesar en el cargo el amigo Ramón, que ya era concejal del Ayuntamiento reinosano.
 
     El equipo, a quien correspondía el buen funcio­namiento del centro, muy reducido, éramos Carmen Marchena y el que suscribe; los recursos económi­cos eran muy limitados: subvención del Ayunta­miento, previo presupuesto que presentábamos, las cuotas de socios; la adquisición de libros y revistas corría a cargo del Centro Coordinador de Santander, como también el caché de los actos públicos que nos proporcionaba: conciertos, conferencias y representaciones teatrales. Creo que a pesar de los es­casos medios, dimos un notable impulso a todas las actividades literarias y artísticas y en especial a las Justas Literarias, al darles la máxima publicidad, empezando a llegar trabajos de prosa y poesía de primera línea de aquella época, durante aquellos veinte años, que quemamos, dedicados a todos los reinosanos: niños, jóvenes y adultos; me costó mucho abandonar aquella hermosa labor, llevaba seis años de jubilado y pensé que debía dar paso a los jóvenes que esperaban una ocasión para trabajar y dije adiós a la vieja Casa de Cultura.
 
     Y años atrás, ya perdidos por los caminos del tiempo, me publicaron en el Diario Montañés varias crónicas de un viaje que realicé por la Europa Cen­tral en 1957. Continué cultivando mis aficiones, las cuales no había olvidado, y tuve algunas satisfacciones: fui seleccionado entre los finalistas al Pre­mio Relatos Cortos "Los Llanos", Albacete 1970 y así mismo resulté entre los elegidos para la final al "Día de la Poesía", Torrelavega 1972. Fui Mención Honorífica en el concurso periodístico "Día Fores­tal", Santander 1975. Asimismo he colaborado en publicaciones locales, provinciales, en Pueblo y ABC; he prologado libros y catálogos de arte de amigos; en 1988 la Peña Campurriana de Santander me concedió la Flor de Nieve; he colaborado en el libro "Reinosa. Imágenes del Pasado", 1992, con un artículo sobre la nieve y fotografías. Tengo dos pre­mios fotográficos de concursos organizados por la Casa de Cultura. Tengo, también perdidos, una veintena de relatos cortos, un montón de poesías, un mar de fotografías de viajes, paisajes urbanos y de los valles campurrianos. Sigo, de cuando en vez, realizando dibujos a plumilla, esporádicas acuare­las, algún viaje que otro y sobre todo devorando lecturas. Paseo los días al sol cuando calienta y al frío cuando atenaza, y así hasta que Dios quiera.
 
     Esta biografía mía, abreviada y urgente, son fragmentos de lo que me ha acaecido en mi dilatada vida, de la cual he olvidado voluntariamente mu­chas cosas; no hay nada nuevo en lo que relato, esto mismo o parecido le ha sucedido a la mayoría de los hombres de mi generación, nos tuvimos que adaptar a los tiempos turbulentos de una época convulsiva, recordada y felizmente superada. No sé si he sido objetivo al trasladar al papel estas viven­cias, al menos lo he intentado, habrá, acaso, errores y variadas interpretaciones, creo que a la postre, el corazón del HOMBRE es como el MAR: tiene tem­pestades y resacas pero alguna perla valiosa se oculta en sus profundidades.
Saturio Diez Cayón Otoño del 2007
 
Saturio Diez Cayón, escritor, pintor y fotógrafo fue durante cerca de 20 años Secretario de la Casa de Cultura "Sánchez Díaz". Ganador de las Justas Lite­rarias de 1966, participó activamente en Fontibre bajo el pseudónimo de "Andante" y con el título Por los Caminos de Campoo componía poéticos textos dedicados a ensalzar la belleza de nuestro valle.
Honremos su memoria mostrando al lector una pequeña re­presentación de su labor como fotógrafo y dibu­jante.