El cine "Botellas" se inauguró en noviembre de 1959 con el nombre oficial de Cine Infantil Parroquial. Los cines parroquiales de la España de posguerra tuvieron una notable presencia en pueblos y ciudades hasta los albores de la democracia, bien en forma de edificios construidos a tal fin, como es el caso del de Reinosa, bien como modestos proyectores que se instalaban en cualquier recinto o incluso al aire libre.
Eran con frecuencia la única oferta cultural de la localidad y un instrumento de influencia y control sobre la juventud, que debía ser preservada de otras actividades poco recomendables y alejada de películas consideradas inmorales o transmisoras de valores contrarios a los que en aquel momento defendía la iglesia católica con celo riguroso, plenamente identificada con el llamado nacionalcatolicismo.
Sin embargo, la orientación de muchos de estos cines fue cambiando en la misma medida que la sociedad y algunos sectores de la Iglesia lo hacían también, pasando a ser salas en las que, durante los años finales del franquismo, se dio cobijo a los cineclubs, aquellos reductos de debate donde se vivían ensayos de libertad de expresión y participación, donde la película era la disculpa que daba pie a la opinión silenciada en la calle. Nuestro "Botellas" también cumplió con esa función, sin dejar de ser el cine al que acudía la chavalería los domingos por la tarde.
Los cines parroquiales, al igual que los cine-clubs, terminaron desapareciendo, engullidos por las nuevas formas de ocio y el desarrollo imparable de la vasta oferta audiovisual que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Y como un símbolo de los tiempos, el edificio reconduce su actividad hacia otro tipo de labor social, la de ayuda a los sectores más necesitados, en la estela de la creciente sensibilidad ante los problemas sociales que se plasma en la expansión de las ONG. La última remodelación ha servido para que Cáritas, la organización católica de ayuda humanitaria, pueda llevar a cabo sus cometidos. Serán otras personas y por motivos muy diferentes las que ahora conserven en su memoria un recuerdo del lugar, al que cada vez menos gente identificará por su popular apodo.
Cuadernos de Campoo

Los viajes del "Botellas"
Un relato de Javier Ortega
Sus primeros viajes fueron al cine "Botellas". O más exactamente, sucedieron a bordo del "Botellas". Seguramente le llevaron antes a otros sitios, pero aquello era más bien acarrearlo para dejarse besuquear o pellizcar la mejilla por algún familiar que se permitía encima algún comentario ganadero sobre cuánto había crecido a lo alto o a lo ancho. O para comprar ropa, como por ejemplo algún pavoroso pantalón corto denominado "Príncipe de Gales" o una no menos agobiante pajarita, atuendos con los que todos coincidían que estaba monísimo, mientras él se compadecía de aquel pobre y desconocido príncipe, obligado a vestir un pantalón que picaba como si estuvieses andando metido en un carpancho de paja recién trillada. Al fin y al cabo él sólo lo tenía que llevar los domingos, el mejor día de la semana. Porque aquellos viajes ocurrían en domingos cuando los domingos eran fiesta y se estrenaba ropa, una indumentaria que luego entraba para los siglos de los siglos en un círculo vicioso textil que la preservaba para su uso exclusivo en festividades varias.
Ataviado con el incómodo uniforme del anglosajón ese y los zapatos nuevos, que siempre se ensuciaban de barro, patinaban en la hierba, no servían para nada y encima hacían daño, iba a misa, acto con el que se inauguraba el día de fiesta. Durante años, estuvo convencido de que el sacerdote de su pueblo decía la misa en latín. Pero no era tal. Simplemente la decía a una velocidad tan endiablada que no se le entendía nada. Claro que el chico no podía entretenerse en tratar de descifrar aquel regato de ruidos guturales lanzados contra los desconcertados fieles. Bastante tenía con acabar el padrenuestro antes de que aquel cura de carreras les despachara con un "podéis ir en paz", lo único inteligible de aquellos frenéticos minutos de embarullada comunión con el Altísimo.
El páter no era sólo un velocista de la palabra. También dominaba los rallies. Aún no se habían encendido los primeros cigarrillos a la puerta de la iglesia y una larga hilera de albarcas todavía esperaba a sus dueños en la puerta de entrada, cuando el cura ya salía a escape de la casa de Dios para embutirse en su Seat Seiscientos, adquirido en momentos menos boyantes para su anatomía a juzgar por lo que le costaba entrar en él. El repiqueteo de las campanas del pueblo vecino le daban la salida del siguiente tramo cronometrado. Quién más quién menos compadecía a aquel pastor de almas a reacción que desaparecía con su bólido, entre botes y nubes de polvo, ribero abajo. No era para menos. Antes de que terminase el domingo, tendría que superar aún otras diez etapas de su dominical rally con misa por los pueblos del valle que estaban a su cargo. Él, por su parte, que había sido monaguillo en un funeral y se creía al tanto de los secretos del oficio, pensaba que toda esa mistela sin comer apenas y conduciendo de aquellas maneras le iba a dar un disgusto cualquier día del Señor de éstos.
Si el tacto de aquellos domingos de pueblo era áspero como un saco viejo, su sabor y su olor resultaban mucho más placenteros. Esos sentidos empezaban a excitársele con los deliciosos chicles de Dunkin sabor fresa, que encima traían animalitos de plástico, expendidos por la Cuca en su cantina. La verdad es que conseguirlos obligaba a los niños del pueblo a un verdadero safari. Nada más abrir la puerta de cristales llenos de prehistóricas pegatinas de Kas y Cinzano de la cantina, les abofeteaba un tufo pesado de humo, tacos y risas en el que se agitaba un bosque de recias piernas plantadas -y algunas también abonadas a juzgar por la gruesa capa de estiércol que soldaba las zapatillas de felpa al borde de madera- en unas enormes albarcas de puntas desafiantes como cuchillos y decoradas hasta la náusea con diminutos dibujos geométricos tallados a navaja. No hacía falta levantar la vista para confirmarlo: esas artesanales obras de arte eran por sí mismas la evidencia de que aquello era territorio de hombres.
Llegar hasta el rincón de la barra donde la Cuca tenía a bien hacer caso a los críos, coronado como un castillo por una valla de listones de madera puntiagudos y verdes que protegían los vasos recién limpios, implicaba esquivar ese bosque de carne, tela de buzo o pana y madera sin que le machacasen a uno un pie con los tarugos ni le cayesen encima, escupidos con descuido, un hueso de aceituna o alguna húmeda brizna del "caldo" que se estuviese fumando por allá arriba. O sin que algún simpático gigante aborigen de aquella selva le cazase y le dejara sin algunos pelos o el moflete dolorido para toda la tarde por culpa de gestos que al salvaje le debían parecer cariñosos.
A pesar de los riesgos, a él le encantaba aquella cantina llena del rugoso aroma adulto del caldo, los Ideales, los Celtas, el Jean; de los vinos y las aceitunas desparramados sobre las mesas donde se echaba la partida antes de comer; de las risas recias, los juramentos y los bombardeos de puños sobre la mesa de piedra que proclamaban una buena baza. Sí; aquél era un lugar mágico. Porque era territorio de hombres.

Cumplida la etapa de la contundente paella familiar, cada vez notaba más cerca la meta final: el cine "Botellas". De nuevo un aroma se convertía en propicio preludio. Cuando ya podía oler la churrería abierta al lado de la sala cinematográfica, entonces empezaba su viaje de verdad. Allí, por fin solo, felizmente abandonado por sus padres a su suerte, esperaba impaciente a que le dieran cinco bombas por cinco pesetas tratando mientras de sacar por encima del mostrador de la churrería su nariz atestada con el delicioso vaho de la masa crepitando en el aceite. Ese mostrador le resultaba tan sagrado como un altar y tan hipnótico como un cielo azul, el mismo color que teñía las maderas y los cierres de una caseta que parecía un teatro de títeres donde un viejo mago de pelo cano y gafas enormes y su más joven aprendiz de brujo repetían con pasmosa habilidad una y otra vez la fórmula mágica que creaba aquellas calientes delicias mulatas. Aunque no todo era maravilla. Precisamente en aquel teatrillo de los churros sufrió su primer topetazo con el capitalismo, en forma de un a todas luces abusivo aumento de precios. El drama se cernió sobre su gula y su economía cuando pusieron las bombas a dos pesetas y ya sólo le dieron un miserable par de aquellas delicias por un duro, en vez de las cinco habituales.
Convenientemente avituallado con las bombas y puede que con alguna barra de regaliz rojo o algunos caramelos de refuerzo, se iba hacia la puerta del "Botellas" dispuesto a embarcar. Presentaba, entre arrogante y nervioso, su entrada de la primera sesión para que el mismo tipo que un poco antes se la acababa de vender a través de una gatera mínima la rompiese con gesto de asco y le metiese para dentro con la misma delicadeza que su abuelo entraba los lichones en el cortín para que mamasen. Pero no le importaba. Ya podía entrar y lo hacía como quien aborda otro mundo, como quien pasa a otra dimensión. Porque allí sólo había niños.

El de la entrada y dos acomodadores más eran los únicos adultos a bordo del "Botellas" y, desde luego, tenían cara de saberse una especie en inminente peligro de extinción. Apenas armados con una linterna y una lengua bastante sucia, trataban de mantener un mínimo de orden dentro de aquella jauría de niños desatados porque se sentían completamente libres durante unas horas y a punto de emprender una portentosa expedición. Los acomodadores tenían la batalla perdida porque a nadie más que a ellos les molestaba la algarabía, las carreras por escaleras y los pasillos, las peleas de papeles, el griterío ensordecedor. Aunque aquello no era nada comparado con el terremoto que sacudía el edificio desde el patio de butacas hasta el gallinero en el mismo instante en el que se apagaba la luz por primera vez y la pantalla se iluminaba. Seguramente el Armagedón no montará tanto estruendo para anunciar el fin de los días. Y es que decenas de diminutos pies percutiendo contra un suelo de madera, decenas de menudas manos aporreando las butacas de ocume, decenas de tiernas gargantas en plena forma y arrojando alaridos sin descanso, son capaces de hacer mucho, mucho ruido. Sin embargo, lo que no conseguían los latigazos de luz de las linternas, los alaridos y malos modos del torvo acomodador de boina vasca y su acólito de pelo crespo y ojos extraviados, lo lograban John Wayne con una simple mirada desde la altura de su caballo alazán o Burt Lancaster con una sonrisa desde el puente de su galeón pirata. Los gritos y pataleos no cesaban, por supuesto. Pero no se parecían en nada a sus predecesores. Ahora tenían una especie de ritmo, de cadencia común, que acompañaba la historia que estaba aconteciendo allí dentro hasta crear una especie de percutida narración paralela que podría ser seguida por un ciego. Aquel bullicio que jaleaba los puñetazos y las andanadas de la artillería, que espoleaba las cargas a bayoneta calada y las persecuciones a galope tendido, que abucheaba los besos y celebraba los tiros no era el de unos diminutos espectadores divertidos. Quienes lo provocaban se sentían protagonistas de lo que estaba ocurriendo en la pantalla. Ellos corrían, ellos disparaban y algunos de ellos también besaban, porque ya sabían que eso daba gustito. Seguramente, nadie de los que pasaron junto a sus muros durante todos los domingos que estuvo abierto el "Botellas" fue capaz de percibirlo, pero dentro de aquel algo tenebroso edificio de tejado como la quilla de un barco, un grupo de chavales de pueblo pudo navegar el mar Caribe y atravesar el desierto de Arizona, habló con Jerónimo y Toro Sentado, voló en zepelín sobre el Polo Norte, derrotó mil veces a todo tipo de tribus hostiles, nazis y japoneses, viajó en el Transiberiano por las estepas asiáticas o cazó leones en el Congo y tigres en las junglas de Bengala.
Él veía la tele en casa desde siempre. Y la quería como a un ama de cría. Pero la televisión era poco más que una interesante gatera sin colores por el que asomarse a curiosear. Era un juguete, un mueble divertido, como lo podía ser una silla de la cocina vuelta del revés para que hiciese de tren, barco o tractor. Era consciente de que se parecía tanto a la realidad como su triciclo a la estruendosa Derbi de su vecino. Lo que ocurría en el "Botellas" era mágico porque sí era real.
A la salida, ni el frío ni la oscuridad de una noche sin casi farolas conseguían entumecer la excitación del viaje recién terminado. Porque entonces empezaba el juego de los recuerdos que continuaría durante toda la semana galopando a lomos de una vara de avellano por las eras o persiguiendo por el Escobal con el arco y las flechas o las pistolas de plástico a unos fieros enemigos hechos en la pantalla.
Sólo la vejez de la adolescencia consiguió ir lentamente acabando con aquellos viajes. Primero fue el cambio de sesión, de la primera a la segunda, más entrada la tarde para evitar a los enanos gritones, y el cambio de vituallas, mucho más sofisticadas. Luego vinieron los sorteos de entradas entre la pandilla donde los afortunados que tenían novia luchaban por atrapar dos contiguas y esquinadas. Y de repente, un día, no sabría decir muy bien cuándo, dejó de ir al "Botellas". Aquella explosión de hormonas que lo tenían maltratado y la ley de la manada, que no admitía deserciones, le obligó a traicionarlo por otros cines, los de mayores, donde las batallas con los acomodadores se volvieron mucho más duras y cruentas.
Jamás volvió a una película en el "Botellas". Cuando lo cerraron definitivamente él ya no vivía siquiera en el pueblo y la verdad es que apenas se inmutó cuando se enteró de la necrológica. Pero cada vez que entra en una sala oscura de cualquier cine y se sienta, lo primero que hace, casi instintivamente, es palpar el lustroso lomo de la butaca que le precede, quién sabe si con la inconsciente esperanza de poder usarlo como tambor para jalear una persecución, abuchear un beso o participar en una batalla como las de antes, cuando la vida era mejor porque viajaba en el "Botellas".
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