Más historias para contar

Ramón Rodríguez Cantón

   En la pequeña villa que era Reinosa a últimos del siglo XIX, se dio la circunstancia, con efectos de providencia, de reunirse un grupo de campurrianos, nativos unos y otros residentes, con cierto nivel cultural en artes y letras, principalmente, que sitúa a Reinosa en un destacado puesto dentro de Cantabria, en este terreno, según acertada observación de José María de Cossío en su obra "Rutas Literarias de la Montaña". Muy relacionados con la capital, algunos fueron asiduos colaboradores de la prensa provincial, otros en actividades artísticas y en cuantas obras de carácter cultural se emprendían, llegando varios de ellos a justificar una importante situación a escala nacional.


   Otros prefirieron residir en su lugar de nacimiento, aun cuando siguieron de cerca el movimiento intelectual de España, muy especialmente en su aspecto literario, para lo cual echaban alguna vez la consabida cana al aire, hasta la capital de Cantabria y también en Madrid donde no les faltaban contactos para cumplir sus deseos.


   Esta clase de escritores, tan entrañablemente locales, motivó una larga secuela de hechos anecdóticos de nuestra pequeña historia, previas oportunas consultas a los archivos reinosanos cuando existía documentación apropiada, que por aquellos tiempos existía.


   Una muestra muy significativa la encontramos en el Boletín que se incluye en el semanario de Reinosa " EL EBRO", en el que colaboraban, en forma epistolar. Demetrio Duque y Merino y Ramón Muñoz Obeso. A una de las efemérides, comentadas por estos dos escritores. nos referimos en el texto que sigue:

 

LOS CALLOS DEL ALFÉREZ MAYOR DE LA VILLA

   De muy atrás. viene la costumbre del paseo de los cebones por las calles de Reinosa, que aún hemos conocido muchos reinosanos directamente, pues aún no hace veinte años que desapareció, aunque poco le falta.


   Últimamente, el día elegido para tal exhibición era el día de Jueves Santo, pero, según nos cuenta Duque y Merino, en su artículo "Los Cebones", publicado en el periódico santanderino "EL ATLÁNTICO", de 13 de abril de 1892, inicialmente se celebraba el Domingo de Ramos y no figuraban solamente cebones, sino otras muestras de ganado vacuno: bueyes, vacas o terneros. Con respecto a los cebones, principal motivo de la exhibición, no todos eran cebados en la villa y pueblos cercanos, sino que después de abierta la debida información, se procuraba reunir los más gordos y lucidos, trayéndolos de distintos lugares con tiempo suficiente y alimentándolos a "pesebre lleno", hasta el día del desfile. Las vigilias cuaresmales quedaban atrás y esta exhibición era un desquite, pues ya se vislumbraba su final y se preludiaba el término del "imperio del bacalao", según feliz expresión de Duque y Merino.


   Se tiene noticia de que esta costumbre data de varios siglos. Siguiendo normas tradicionales, el ganado se concentraba en la Plaza Vieja y, en tanto las autoridades locales se encontraban en misa mayor, celebrando la festividad del día, el ganado desfilaba por las calles principales, volviendo a la misma plaza, donde, ya en presencia de los magnates de la autoridad competente, se hacía pública la concesión de los premios a los cebones y ganado sobresaliente, que consistía aparte de la credencial a que hubiera lugar, en el "marcaje", es decir, el orden de preferencia para su sacrificio en el matadero municipal.


   El fallo no admitía apelación; nunca se dio el caso, según cuenta el cronista, de que se produjera alguna rectificación y, como consecuencia, el orden en que había de realizarse el sacrificio de las reses quedaba establecido para que el día de Viernes Santo diese comienzo la operación, después de haberse levantado la cruz en los oficios divinos. A veces, las protestas por las decisiones ante los veedores, síndicos o del propio concejo eran excesivamente ruidosas y llegaban a trascender más allá de la villa; pero lo cierto es que la costumbre se mantenía y el aliciente de poder seguir presentando un ejemplar excepcional, ante el numeroso público que salía a curiosear el Domingo de Ramos durante el brillante desfile, en el que los bichos eran engalanados con colleras y cascabeles, compensaba "la rabieta" y las molestias.


   El programa de Viernes Santo constituía otro acontecimiento, seguido de cerca por mucha gente que acudía para estar en los pormenores de la singular matanza y contemplar las enormes piezas, colgadas después del sacrificio.


   Entre las ingentes labores de los matarifes de este día, el más ajetreado del año, estaba la preparación de "los caídos", principalmente de los callos, muy solicitados siempre, pero muy especialmente el día de Viernes Santo. Los correspondientes al "número uno" de los cebones, que era el primer apuntillado, se destinaban a la gran "callada" con la que celebraban la Pascua los capitulares de la Villa y sus invitados, como lo era el predicador que intervenía en la Cuaresma. Los propios regidores se reservaban, además, las restantes partidas que eran remitidas a sus domicilios, y no se tenía en cuenta otra clase de jerarquía por encumbrada que estuviera, por lo que puede deducirse que la degustación de esta vianda tan especial, objeto de las preferencias populares, era privilegio exclusivo de los miembros del Ayuntamiento de la Villa.


   Este simple hecho fue causa de que, según Muñoz Obeso, el otro mencionado escritor reinosano, los cebones actuaran de protagonistas pasivos de una anécdota que involucró a las más altas autoridades de la villa en un enredo administrativo por cuestiones de jerarquía y competencias. En el Boletín de "EL EBRO", de fecha 19 de enero de 1890, nuestro periodista, bajo el seudónimo de "Porthos", le cuenta a Duque y Merino que un alto personaje de Reinosa, que ostentaba el empleo de Alférez Mayor de la Villa, allá por los últimos años del siglo XVIII, invocando su título, exigió un Sábado Santo "que dieran a su criada los callos de los cebones" a lo cual el tablajero se negó, "porque aún no se habían provisto de ellos las casas de los Regidores del Concejo, prioridad que, desde tiempo inmemorial, se venía observando".


   De esta circunstancia y de sus derivaciones, toma nota Duque, haciendo uso de ello, como veremos en el artículo de "EL ATLANTICO", ya mencionado. La alusión es como sigue: "El caso es que, habiendo enviado Don José Luis Mioño Bravo de Hoyos, a su criada a comprar callos de los cebones un día de Sábado Santo, se los negaron diciendo que los callos eran para los capitulares. Acudió Mioño al Corregidor, quejándose y haciendo relación de su calidad y de su título y oficios de Alférez Mayor de Reinosa, que creía darle derecho a comer callos de los cebones".


   A tal extremo llegó la discusión, de la que no existen más pormenores, ni detalle especial alguno que podría haber añadido más salsa al relato, que el Corregidor, muy metido en sus funciones, reunió al Ayuntamiento y "discutido el caso, acordaron los capitulares, unánimemente, que presentase los justificantes de su título y después resolverían".


   Haciendo un inciso, aclararemos que según la Real Academia, "el Alférez Mayor de una ciudad o Villa es el que según los casos, llevaba la bandera o pendón de la tropa o milicia perteneciente a ella". Y, también "el que alza el pendón real en las aclamaciones de los Reyes y tenía voz y voto en los cabildos y ayuntamientos, con asiento preeminente y el privilegio de entrar en ellos con su espada". Si el cargo era de oficio, es decir, con carácter oficial, como ocurría en otras muchas dignidades, suponía que se trataba de un empleo o destino, cuya provisión, por una o más veces, vendía la Corona, hasta principios del siglo XIX, como fuente de ingresos. Solían ser cargos que no tenían jurisdicción propia importante.


   Según parece, los componentes del Cabildo no estaban muy seguros del origen de la prebenda, que ostentaba nuestro Mioño, por lo que, como hemos visto, le piden justificante de la misma; sin embargo, no solo los obtuvieron, sino que, desde entonces hubo constancia en los archivos del Ayuntamiento de que, en lo que se refería a Reinosa, el título de Alférez Mayor fue creado por el Rey Felipe II, por despacho de siete de octubre de 1595, en cuya ocasión se nombró a Don Diego de San Vicente. En resumen, que Don José Luis Mioño pudo convencer a los componentes del Cabildo Municipal, que regía los destinos de la Villa, de la legalidad de su situación, entregando copia autorizada de su despacho y título confirmado por los reyes sucesivos, hasta Don Carlos IV, que se lo dio y confirmó a él, sucediendo en tal oficio a su padre, Don José Antonio de Mioño y Bravo de Hoyos, a quien se lo había conferido el Rey Fernando VI, por cédula de 17 de marzo de 1750, según pudo confirmar para sí nuestro informante Don Demetrio Duque, que tuvo acceso al archivo municipal, cosa que hoy no hubiera podido hacerse por causa del incendio de 1932.


   Duque y Merino, más comprensivo, después de las investigaciones realizadas por su cuenta, gracias a la pista que le ofrece Muñoz Obeso y, quizá con ánimo de "quitar hierro" a este pintoresco asunto, nos dice, según hemos visto que Don José Luis "envió a su criada a comprar callos de los cebones", que no es lo mismo que invocar su título para exigir que le dieran a la criada los citados callos. ¿Trataba de comprarlos o de llevárselos gratis? De una u otra forma, la familia Mioño se quedó sin comer callos en la Pascua de aquel año, al menos los procedentes de los paseados cebones reinosanos.